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Sentado entre las ruinas

Sobre el “caso Ezra Pound”
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Las biografías literarias no suelen ser más que un revoltijo de chismes. Desde sus histéricas contraportadas, los biógrafos aseguran estar en posesión de revelaciones fundamentales para comprender los enigmas de la creación artística. Por lo general esta promesa constituye un fraude y la poca curiosidad que despierta suele quedar ahogada en un océano de aburrimiento. Para disfrutar de sus cuentos no necesitamos saber si John Cheever retozaba con el guardabosques mientras su mujer le preparaba la cena. Las dimensiones del pene de Malcolm Lowry son un dato de muy poco valor para entender mejor Bajo el volcán, y las confesiones del camello de William S. Burroughs no hacen que disminuya nuestra perplejidad al leer sus digresiones acerca de las mucosas anales. Hay, sin embargo, casos en los que una biografía parece ser el único documento viable. Uno de esos casos es el de Ezra Pound, cuya vida es una épica sucesión de despropósitos al lado de la cual su poesía empieza a parecer un incómodo chiste. Casi antes que como poeta, Pound se ha hecho un hueco en nuestra historia cultural como uno de los más inquietantes bufones del siglo XX.

La exhausta hermandad de especialistas que ha tenido la valentía de asomarse a su vida no ha podido determinar aún si nos encontramos ante un demente, un genio o un dañino proselitista. Sin embargo, cada vez disponemos de más datos para rebatir las tesis de los apologistas poundianos, que intentan convencernos por todos los medios de que lo que un poeta hace al margen de su obra concierne sólo a su psiquiatra, a su familia o a su agente de la condicional. Inmediatamente después de decir esto, corren a sus despachos en el campus para seguir tachando de las bibliografías todos los libros que no satisfacen sus propósitos exculpatorios.

Pound nació a finales del siglo XIX en un pequeño pueblecito de Idaho −apenas un par de cabañas entre campos de estiércol−, en el seno de una esforzada saga de pioneros. De joven fue un grandilocuente fanfarrón. Era superdotado, sabía hablar seis idiomas, conocía al dedillo la obra de Dante y estaba dotado de una libido prodigiosa. Estas singulares cualidades no hicieron de él un personaje precisamente popular en el árido universo del Medio Oeste, así que desde muy temprano estuvo destinado al exilio. Aunque sentía adoración por sus antepasados y por el legado histórico de su país –el heroísmo revolucionario de los colonos, el mesurado coraje de los Padres Fundadores– le sacaban de quicio su atraso cultural y su convencionalismo. En una ocasión tuvo la osadía de invitar a una mujer a pasar la noche en sus habitaciones del Wabash College −un instituto para señoritas en el que trabajaba como profesor de francés−. Cuando el rumor se extendió por la comarca, muchos granjeros se echaron a la calle agitando sus azadas y al Rector no le quedó más remedio que despedirlo. Aquel incidente le convenció de que los Estados Unidos no eran más que un lodazal provinciano en el que no tenían cabida ni la inteligencia ni la sensibilidad y, dejando tras de sí el habitual reguero de exabruptos e improperios, decidió marcharse de allí para siempre.

Los trece años que Pound pasó en Londres fueron el único período de su vida en el que pudo poner su caótica charlatanería al servicio de un propósito más o menos sensato. No hubo movimiento artístico al que no sirviera como entregado publicista, ni artista al que no se ofreciera como agente o editor. Con un par de enmiendas y algunos tachones convirtió el amasijo de notas que le entregó un tembloroso T. S. Eliot en ese monumento que hoy conocemos como La tierra baldía. También ayudó a Joyce a publicar sus primeros poemas en las diversas publicaciones que simpatizaban con los dilemas del modernismo. Sin las campañas promocionales que diseñó para el lanzamiento de sus primeras obras, Hilda Doolittle y Marianne Moore serían hoy unas completas desconocidas. Con el inicio de la Primera Guerra Mundial, sin embargo, experimentó los primeros zarpazos del delirio. Su mundo de cenáculos bohemios, chispeantes debates y galeristas pendencieros quedó hecho añicos y muchos de sus mejores amigos no regresaron de las trincheras. Semejantes penurias lo sumieron en un estado de profunda depresión, aunque no tanto –como podría erróneamente creerse− por lo irreparable de la pérdida como por el hecho de que su círculo de adeptos menguó de manera alarmante. Además de arruinar su estado de ánimo, la guerra introdujo significativos cambios en su bien nutrido catálogo de obsesiones. Poco a poco fue perdiendo interés en las cuestiones artísticas. Se zambulló en las más oscuras simas de la teoría política y regresó a la superficie cargado de un buen montón de inquietantes sospechas. Había llegado a la conclusión de que todo el edificio de la democracia liberal −el sufragio, las columnas de opinión, los préstamos hipotecarios— no era más que un triste episodio de alucinación colectiva. El mundo se encontraba en realidad dominado por una sádica cofradía de banqueros judíos sobre cuya perversidad era urgente que alguien diera la voz de alarma. Siempre fiel a la llamada de la Historia, él estaba dispuesto a asumir esa responsabilidad. Al hacerlo, el profeta de la Sensibilidad Moderna se transformó en el profeta del Nuevo Hombre. Sin embargo, para ser un verdadero profeta aún le faltaba disponer de un Mesías cuya llegada anunciar. Este último escollo fue superado cuando Mussolini se asomó a las portadas de los diarios italianos. A partir de ese instante, Pound pudo dedicarse a tiempo completo a dar berridos en mitad del desmadre político de los años treinta.

El principal efecto de este cambio en las preocupaciones del poeta fue que su obra, siempre despiadada con el lector, se volvió prácticamente ilegible. Desde la publicación en 1925 del primer volumen de los Cantos –esa gigantesca composición a la que Pound consagró más de sesenta años−, sus poemas se transformaron en una alucinante oda a la degeneración cognitiva. Para poder enfrentarse a ellos con ciertas expectativas de comprensión, es necesario atesorar una erudición cósmica. Dominar el chino y ciertos dialectos provenzales del siglo XIII es absolutamente imprescindible, y no viene nada mal manejar con soltura las historias del renacimiento florentino y de la revolución americana. Si no se tienen otras ocupaciones, la lectura de los ciento veinte cantos –y de los cinco volúmenes de prolijas notas que son necesarios para orientarse en el bosque de referencias que contienen– puede llevar alrededor de tres meses. Uno se pregunta a menudo qué lector puede acercarse por simple placer a una obra de esta naturaleza, o quién puede sentir una mínima punzada de emoción al leer cosas como “Con el sol en copa de oro / y procediendo hacia los vados bajos del océano / Άλιος δ' Υπεριονίδας δέπας εσκατέβαινε χρύσεον / Όφρα δι' ωκεανοίο περάσας / ima vada noctis obscurae / sin duda buscando el sexo del moho de pan”. Estamos en presencia de una poesía enfermizamente ambiciosa y compleja, una monumental chifladura que pide a gritos la intermediación de expertos y sacerdotes del gusto. Algo nos hace sospechar que ésa es precisamente la razón por la que los especialistas suelen otorgarle una importancia tan desmedida en sus historias literarias. Al fin y al cabo el negociado cultural que regentan debe su existencia a este tipo de creaciones.

Las relaciones de Pound con el aparato propagandístico del fascismo italiano fueron menos felices de lo que se nos ha querido hacer creer. Es cierto que se fue a vivir a la costa genovesa para ponerse a disposición del régimen, pero su evidente deterioro mental levantó muchas y muy comprensibles suspicacias entre los miembros del gobierno. Desde su llegada a Italia en 1924 intentó entrevistarse con Mussolini en varias ocasiones. Lo consiguió en 1933 y fue en esa audiencia donde surgieron las primeras dudas acerca de su cordura. Su incoherente discurso acerca de la obra de Confucio produjo un enorme desconcierto entre los presentes, que no hizo sino aumentar cuando se sacó del zurrón una pila de libros –todas sus traducciones del chino, alguno de sus ensayos políticos y, por supuesto, una edición de los Cantos– para regalárselos al Duce. Un poco intimidado, Mussolini se vio obligado a echar un vistazo a todo aquello y, antes de abandonar apresuradamente la sala, gritó: “Ma questo è divertente!” Para cualquier persona que haya leído la obra de Pound, este comentario crítico justifica por sí sólo que aquel dictador fuera salvajemente ejecutado al término de la guerra. Nuestro poeta, sin embargo, quedó impresionado ante lo que consideró una mágica demostración de sabiduría. En otra ocasión, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, hizo llegar al Ministerio de Cultura Popular un extravagante informe con algunas propuestas para reformar la economía italiana. El funcionario que lo revisó se quedó tan pasmado por su contenido que anotó en los márgenes la siguiente advertencia: “Esta descabellada propuesta ha sido escrita por una mente enferma que ha perdido todo contacto con la realidad (…) dado el respeto que Mr. Pound siente por Italia bastará con que se le diga que sus ideas serán estudiadas”, lo cual demuestra que hasta incluso aquellos execrables burócratas tenían sus breves instantes de lucidez. La paciencia de las autoridades italianas llegó a su límite cuando, en plena descomposición del régimen, Pound intentó convencer al Ministro de Cultura para que publicara las obras completas de Lenin en una cuidada edición que él mismo se ofrecía a dirigir.

Con todo, a nadie en el Partido Nacional Fascista se le escapaba que tener a aquel famoso intelectual americano trabajando para ellos podía constituir un sonoro golpe de efecto publicitario. En 1939 le ofrecieron presentar un pequeño espacio radiofónico −apenas quince minutos semanales a razón de trescientas cincuenta liras por emisión− destinado al público norteamericano. Incluso para ser obra suya, los guiones del programa constituyen una asombrosa manifestación de demencia y caos. Su línea argumental es, por decirlo de manera elegante, quebradiza y su contenido una densa pulpa de delirio historiográfico y paranoia política aderezada con el más fanático antisemitismo. Si en aquella época hubieran existido herramientas fiables para la medición de audiencias, se habría podido comprobar que el programa tuvo un único oyente: Frank L. Amprin, el agente del FBI al que se había encomendado investigar las andanzas de Pound en Italia. Cuando este estoico funcionario terminó de analizar las trascripciones de los programas –una tarea que le llevó tres años de increíble padecimiento−, el Departamento de Justicia consideró que había pruebas suficientes para procesar al poeta por traición a los Estados Unidos (lo cual, dicho sea de paso, no era nada sencillo ya que, por uno de esos caprichos garantistas de la constitución americana, condenar a alguien por ese delito resulta casi imposible).

Lo primero que hizo Pound cuando los partisanos entraron en su casa de Sant’Ambrogio para detenerlo fue echarse al bolsillo un diccionario de chino y unas cuartillas. Esa misma tarde fue trasladado a un campo de prisioneros para su ejecución, de la que se libró tan sólo porque uno de los milicianos creyó que, en atención a su nacionalidad, sería mejor que quedara bajo custodia americana. Cuando llegó al Centro de Contrainteligencia de los aliados en Génova, el poeta era un manojo de alucinaciones. Pensaba que lo habían llevado allí en calidad de experto para adiestrar a los mandos militares en cuestiones de política internacional y confiaba en ser conducido rápidamente a Washington para ocupar un puesto en el gobierno (¿La Secretaría de Asuntos Confucianos? ¿La Comisión Mussoliniana del Senado? ¿Una embajada en la galaxia de Orión?). Se llevó un buen berrinche cuando le explicaron que estaba allí detenido, pero aún así exigió que hicieran llegar al Presidente Truman el siguiente telegrama: “RUEGO ME ESCRIBA PARA TRATAR LOS TÉRMINOS DE UN JUSTO ACUERDO DE PAZ CON JAPÓN. DÉJEME NEGOCIAR A TRAVÉS DE LA EMBAJADA JAPONESA RECIÉN ACREDITADA ANTE LA REPÚBLICA SOCIAL ITALIANA (…) SOY EL ALBACEA TESTAMENTARIO DE ERNEST FEMOLOSAS Y TRADUCTOR DE CONFUCIO. PUEDO LO QUE LA VIOLENCIA NO. CHINA TAMBIÉN OBEDECERÁ LA VOZ DE CONFUCIO. EZRA POUND”.

Por muy impresionado que Truman pudiera sentirse al ser interpelado por el albacea testamentario de Ernest Femolosas, la misiva no surtió ningún efecto. Pound, sin embargo no se arredró. Pidió que le dejaran escribir el guión de un último programa radiofónico que tendría que ser emitido de inmediato en los Estados Unidos. Se titulaba “Al habla las ruinas de Europa”, y contenía una serie de consejos para que la posguerra se condujera de manera ordenada. Entre las múltiples patochadas que contenía, destacan las siguientes: Italia debería quedar bajo control del ejército norteamericano, gobernada por un consejo de ancianos; era importantísimo que no se dejara Venecia en manos de los Yugoeslavos y, por supuesto, Austria y Alemania debían permanecer unidas para no ofender al pueblo germano. Por último, insistía en que  los Estados Unidos tenían que retomar las políticas económicas iniciadas por Mussolini. En el paroxismo de la locura llegó incluso a solicitar que le pusieran un profesor de georgiano para poder entrevistarse con Stalin en el plazo de unas semanas. Después de eso, el poeta fue internado en régimen de incomunicación en un centro disciplinario para militares norteamericanos. Se le confinó en una jaula especialmente construida para evitar su fuga y, a las pocas semanas, sufrió una crisis nerviosa que le dejó sin habla y completamente trastornado. Si cuando lo detuvieron estaba delirando, cuando salió hacia los Estados Unidos para ser juzgado iba prácticamente babeando.

El juicio fue una grotesca mascarada. Ni la fiscalía tenía pruebas suficientes para acusarlo de traición, ni la defensa disponía de argumentos sólidos para explicar las actividades del poeta en Italia y evitar la pena capital con la que el delito de traición estaba castigado. Ambas partes estaban muy interesadas en que al acusado se le declarase incapaz lo cual, por otro lado, no parecía nada complicado. En los exámenes psiquiátricos a los que fue sometido declaró que si se hubiera contado con él en 1939 podría haber evitado la Segunda Guerra Mundial gracias a su dominio de la obra de Confucio. Estaba convencido de que podía ser un interlocutor esencial para las negociaciones de paz y acusaba a los servicios de inteligencia británicos de haberle traicionado. El diagnóstico que emitieron los cuatro psiquiatras que testificaron en la vista preliminar fue unánime: Pound padecía un grave trastorno psicótico que le impedía ejercer su derecho a la defensa con todas las garantías procesales. El jurado tardó tres minutos en arrojar al poeta a una institución mental a la espera de que recobrara su salud y pudiera afrontar un nuevo juicio.

Pound pasó en el psiquiátrico de St. Elizabeths los doce años más felices de su vida. La adaptación inicial resultó muy penosa, pero a medida que las condiciones de su internamiento se relajaron aprendió a saborear aquella experiencia de recogimiento. Es bien sabido que los escritores necesitan un régimen de rutinas estables y mucha soledad para entregarse a su exigente oficio y en ningún sitio como en un manicomio se dispone en tal cantidad de estos preciados dones. Además de tiempo para crear, el poeta pudo disfrutar también de un montón de excitantes reuniones. La sala de visitas del hospital se convirtió en el punto de encuentro de un fascinante grupo de chalados. Los supremacistas tejanos y los miembros del Ku Klux Klan hacían cola a las puertas del hospital junto a ufólogos de renombre y simpatizantes nazis para tener la oportunidad de intercambiar unas palabras con su ídolo. Entre los pocos visitantes que no estaban locos o tenían causas pendientes con la justicia destaca el poeta Charles Olson quien, a pesar del desprecio que sentía por las posiciones políticas del interno, logró forjar una tierna amistad con él. En su obra An Encounter in St. Elizabeths, Olson nos ofrece un sobrecogedor testimonio de los esfuerzos que tuvo que hacer durante aquellas entrevistas para no propinarle al viejo un par de guantazos.

La noticia de que, gracias a una iniciativa patrocinada por Robert Frost, la justicia estaba a punto de ordenar su puesta en libertad, provocó un gran disgusto en Pound. T. S. Eliot tuvo incluso que enviar una carta a la hija del poeta para alertarle de que su padre no tenía la más mínima intención de abandonar St. Elizabeths. A pesar de las iniciales resistencias, la liberación se produjo finalmente en la primavera de 1958. El Juez Bolitha J. Laws señaló en su definitiva sentencia que no tenía sentido continuar con el internamiento psiquiátrico del poeta ya que no había ninguna garantía de que éste recobrara su salud mental. Para ahorrar al contribuyente americano el innecesario quebranto económico que representaba su custodia y al reo el sufrimiento de un tratamiento estéril, lo mejor era desestimar el cargo de traición y dejar que el acusado abandonara el país. Dos meses más tarde de salir del hospital, Pound se encontraba de nuevo en Italia. En el viaje de regreso le acompañaron su mujer, que acababa de ser nombrada administradora legal de todos sus bienes, y una joven llamada Marcella Spann a la que el poeta, a pesar de tener setenta y dos años y haber sido declarado enfermo mental incurable por un tribunal federal, había conseguido cortejar durante su estancia en el psiquiátrico. El momento en el que, en pleno viaje trasatlántico, Pound le pidió a su joven amante que se casara con él delante de su propia esposa tuvo que ser realmente embarazoso. No resulta extraño que la atribulada y humillada Dorothy Shakespear abandonara a su marido poco tiempo después de ese incidente.

La salud mental del escritor se deterioró aún más tras su llegada a Italia. Al repertorio de síntomas que ya arrastraba se unieron los problemas de la edad y las somatizaciones del arrepentimiento y la vergüenza. En una conversación con Allen Ginsberg confesó que el antisemitismo (al que se refería como “ese prejuicio suburbano”) le había arruinado la vida y que su obra no era más que un monumental fracaso. Poco a poco se fue hundiendo en la depresión. Apenas hablaba, dejó de escribir y sólo comía si le obligaban. Toda esta zozobra no le impidió, sin embargo, viajar a Roma en 1962 para participar en una manifestación de simpatizantes de Mussolini que recorrieron la ciudad gritando sus histéricas consignas. Sus últimos años transcurrieron en la casa que Olga Rudge –amante del poeta desde 1922 y madre de su hija Mary− tenía en Venecia. Allí acudieron infinidad de admiradores y curiosos, pero muy pocos consiguieron entrevistarse con Pound. A quienes fueron recibidos, el poeta les tenía reservado un último juego psicológico: solía quedarse mirando fijamente a sus interlocutores sin pronunciar palabra hasta que se iban. El único que logró burlar esta trampa fue el poeta chileno Miguel Serrano (otro simpatizante fascista, en este caso del tipo hitleriano-esotérico) que, según cuenta en un texto deliciosamente chiflado, descubrió que para hacer hablar a Pound era necesario interpelar al ángel que tenía posado sobre su cabeza. Podemos estar seguros de que aquellos dos lunáticos pasaron un rato maravilloso. En 1973, un año después de la muerte de Pound, Serrano mandó levantar un monumento en su honor. Se trata del único que hay en todo el mundo –si exceptuamos el busto que esculpió el artista franco-húngaro Henri Gaudier Brzeska− y, por alguna inexplicable razón, se encuentra ubicado en un encantador pueblecito soriano llamado Medinaceli.

Desde su muerte, el legado del poeta ha quedado bajo el férreo control de su primogénita, la severa Mary de Rachewiltz. En el castillo de Brunnenburg –una de las posesiones que el linaje de los de Rachewiltz tiene al sur del Tirol− esta mujer ha levantado un tenebroso santuario en el que por fin se ha hecho realidad la utopía organicista de su padre. Decenas de estudiantes americanos acuden allí cada verano para hornear pan y hacer queso mientras recitan fragmentos de los Cantos. En las laderas de los alrededores tiene su refugio una alegre piara de cerdos lanudos que, gracias a los cuidados del nieto de Pound, ha conseguido burlar la extinción a la que estaba condenada. El castillo alberga también un círculo de expertos internacionales que se reúne anualmente para arrojar luz sobre los aspectos más recónditos de la obra poundiana. A veces publican algunas fotografías de estos encuentros en sus fanáticas gacetillas. El ambiente de aturdida camaradería que reproducen es muy similar al de cualquier geriátrico en día de visita y, entre las bombonas de oxígeno y las máquinas de respiración asistida, es posible distinguir a ciertas estrellas académicas condecoradas por Eisenhower. Mary cumplirá este mes de julio noventa años y se preparan grandes festejos. Es probable que pronuncie un emotivo discurso entre las almenas de Brunnenburg. En él repetirá lo que siempre dice cuando le preguntan por los dislates de su padre: “La verdad está en la poesía. Lean los Cantos, es el trabajo de toda una vida”. Al escucharla uno tiene la sensación de que esta anciana se ha tomado tan en serio sus propias palabras que seguirá cumpliendo años hasta que pueda terminar la titánica tarea que nos encomienda.