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Buenas noticias: se publica demasiado

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Un lamento se escuchaba sin parar en las casetas de las sucesivas ferias del libro donde he trabajado esta primavera: se publican demasiados libros. Mientras, el descenso de ventas se consolida como una realidad que ya no puede achacarse a la crisis económica, sino a hábitos que han llegado para quedarse, como el consumo de contenidos digitales ajenos a la literatura, desde series en streaming a muros de Facebook. Pero, ¿cómo entonces es posible que cada vez haya más escritores y nuevos proyectos editoriales proliferen en una cantidad inédita en nuestro país? Y aún más, ¿cómo de un tiempo acá no cesan de aumentar los talleres y cursos de escritura creativa, que ya han dado el salto a la universidad en forma de títulos oficiales de máster? Cada vez que mi jefe librero me presentaba como escritor a uno de los autores que venían a firmar a nuestra caseta, estos solían exclamar “a este paso habrá más escritores que lectores”, o “si aquí todos somos relojeros”, o “todo el mundo es escritor ahora”; cualquier frase del estilo que diera por implícito lo absurdo de esta inversión. Les debía parecer irónico que mientras ellos pasaban dos horas allí sentados firmando muy pocos ejemplares, hasta el tendero se declarara novelista. Y yo, mientras, pensaba en cómo estos autores se están equivocando al juzgar negativamente esta proliferación.

Para muchos, el afán de protagonismo que se ha implantado en nuestra sociedad resulta insoportable. En lugar de conformamos con el humilde papel de espectadores de la vida pública, deseamos protagonizarla. Todos queremos ser artistas; todos queremos participar espontáneamente en política; todos nos convertimos en paparazzis de nuestra propia privacidad, y todo para pasar de ser los observadores a ser los observados. Las carencias y patologías que este ansia de notoriedad está dejando al descubierto, hace añorar épocas más discretas, cuando la gente vivía su anonimato sin tantos complejos, y pretender “ser especial” hasta podía considerarse un estigma. Muchas veces, cuando criticamos la multiplicación actual de vocaciones literarias, lo hacemos desde esta perspectiva.

Sin embargo, estos nuevos impulsos vitales también conllevan progresos, aunque a menudo se confundan con esta fiebre de significación. No solo somos más presuntuosos; también somos más activos. Si hay una palabra clave que hoy domina un cambio que abarca de la pedagogía a la política, esa es “participación”. Pese a la inercia bestial de nuestra herencia educativa, cada vez se valora menos la asimilación pasiva, y por ello, se exploran formas para que la información se articule en nuestra mente, y se convierta en una herramienta de acción creativa. Lo que se considera casi enfermizo en el mundo literario, en el ámbito educativo se ve como una tendencia positiva: queremos que los estudiantes de Humanidades cada vez sean más escritores y menos contenedores de datos muertos.

Podemos pues pensar que si bien el número de lectores pasivos ha descendido, vivimos una explosión revolucionaria de participación literaria. Muchos lectores se han hecho productores, y la asimilación pasiva ya no les basta, al igual que muchos estudiantes prefieren hacer que la materia pase a formar parte de su sistema de pensamiento y sensibilidad, en lugar de memorizarla sin participar en ella. Y es que acudir a un curso de literatura creativa, montar una pequeña editorial o revista de crítica, escribir novelas o poesía, o lanzarse a traducir un buen texto, nos involucra íntimamente en el hecho literario. Y en lugar de restar, mejora la tradicional recepción pasiva de cultura que todos practicamos. Lejos de minar al lector, lo completa. Cada vez que apuntalamos como una crítica eso de que “cada vez hay más escritores que lectores”, parecemos olvidar que detrás de todo escritor digno de tal nombre, siempre se esconde un valioso lector.

Pero ¿qué escritores son dignos de tal nombre? Muchos siguen creyendo que invertir tiempo en la producción artística carece de sentido si se carece de “verdadero” talento. La tradicional concepción del genio se desliza aquí para reivindicar con aire ancien régime la necesidad de líneas que separen convenientemente a las grandes mentes de las masas mediocres. Y, ciertamente, publicamos hoy tanto volumen de literatura que se teme con razón que lo valioso acabe sepultado por esa cacofonía. Sin embargo, solo aquel escritor que considere que su gran genio le da derecho a un estatus superior puede pensar que él no es parte del problema. Especialmente en novela, cuanta mayor es la profesionalización del autor, mayor suele ser su sobreproducción y mayor el espacio que ocupa en medios de comunicación y estanterías de librerías privadas y comerciales; un exceso que, además, suele estar motivado por razones económicas. El escritor reconocido que piense que se publica demasiado debería empezar por recaer en que posiblemente él mismo ha publicado demasiados libros, y que su propia presencia abusiva en librerías y medios es más empobrecedora para el panorama literario que la proliferación de autores semi-desconocidos sin apenas repercusión.

Estos escritores publicados con menor repercusión, sin embargo, también crítican a menudo el hecho de que se publiquen demasiados libros, aunque desde un tono más apesadumbrado que arrogante. Joe Simpson, montañero de grandes cimas, cuenta que perdió la motivación por asumir riesgos cuando la popularización de su deporte convirtió sus gestas exclusivas en rutas llenas de escaladores no profesionales. Y es que también muchos escritores poco reconocidos suelen alimentar la esperanza de algún día pertenecer al estatus superior de los creadores, los elegidos, y cumplir así con la máxima aspiración de nuestra generación: “ser especial”. Pero, al igual que Joe Simpson, se sienten desmotivados cuando sus “gestas literarias” se confunden con la de miles de escritores de similar talento y mérito editorial. La sobreproducción de libros no solo ha diversificado hasta las migajas las ganancias materiales: también las simbólicas.

Ahora bien, ¿qué pasaría si la consecuencia de esta enfermedad sirviera también para erradicar la causa que la provocó? El afán de significación siempre ha sido un motor natural de la literatura, y a nadie le importa demasiado si los escritores abrigan motivaciones narcisistas si ello les sirve para producir grandes obras. Pero actualmente hay tanta gente luchando por significarse que significarse ya no significa nada y, por tanto, casi ha dejado de ser posible. Los creadores nos hemos vuelto tan comunes en el siglo XXI que la concepción piramidal del campo literario y las pretensiones elitistas ya casi nunca tienen sentido. Por eso, mientras la vieja guardia sigue esperando el advenimiento del nuevo nuevo hito, el nuevo culmen, la nueva cima de la literatura, a la vez que se sigue lamentando de la desaparición de esos lectores pasivos adoradores de mitos, los demás deberíamos estar celebrando la socialización del hecho literario. Buenas noticias: somos más escritores y editores, estamos más implicados, y somos más activos que nunca. Dejemos ya de mirar tanto hacia arriba con la nostalgia del montañero que echa de menos el tiempo en que tantas cimas quedaban por conquistar, y comencemos a mirar más hacia los lados. Los nuevos horizontes de la literatura hoy son más horizontales que nunca.

 

Fotos del autor.