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Mi España vacía... está llena

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De la Guerra Civil, mi abuela solo vio los aviones surcando el cielo de la aldea de Orense donde su familia se refugió tras su regreso forzoso de La Habana. Allí pasó, sin hambre ni rudimentos de la vida moderna, el período más oscuro del siglo XX español. Dos décadas más tarde, mi madre, una niña criada en Madrid, solía veranear en ese villorrio tan perdido que ni siquiera lo profanaron los uniformes durante la contienda. El contraste la impresionó tanto que aquella aldea se convirtió en el territorio de muchas historias que luego me contó en mi infancia de niño urbano sin aldea que visitar en verano. Quería mostrarme el país que yo jamás conocería; un mundo donde cualquier neoprimitivista hubiera encontrado su paraíso, tan desconectado de las redes comerciales y productivas que ni siquiera producían basura. Piensen bien en las implicaciones de una vida que no producía NADA de basura.

Otros testimonios de aquella España inhóspita me llegaron de mi padre, cuya familia paterna vivió la miseria del campo extremeño antes de que mi abuelo hiciera carrera con el ejército sublevado. Para evocar esas historias, mi imaginación ha debido tomar prestadas estampas en blanco y negro de libros publicados por la Diputación, de películas viejunas, de toda esa amalgama documental que compone el imaginario histórico de nuestro siglo XX para los nacidos después del tardofranquismo. Porque cuando yo visité esos pueblos u otros similares décadas más tarde, cuando volví una y otra vez a internarme en la España rural, como boy scout, como montañero, como borracho o como dominguero, de todo aquello no quedaba nada más que arqueología, literatura, turismo, y sobre todo, mitos.

De la memoria, la literatura y sobre todo, los mitos del paisaje nacional más desamparado se ocupa Sergio del Molino en su ensayo La España vacía (Turner), que se ha convertido en un fenómeno literario desde su reciente lanzamiento. El libro comienza diciéndonos que existen hoy dos Españas, la urbana y europea, que abarca las ciudades más grandes y el litoral, y la vacía, compuesta por el territorio de las dos Castillas, la Comunidad de Madrid, Aragón y los bordes de las autonomías costeras, dos realidades entre las cuales la comunicación y la comprensión siempre ha sido difícil. En La España vacía, por tanto, el autor se propone profundizar en este territorio físico y cultural que aún hoy divide nuestra tierra.


Con todo, Del Molino no cumplirá demasiado con este propósito, pero poco importa: su prosa resulta tan magnética como convincente, y ofrece una serie brillante de ensayos dedicados a desmontar algunos de los mitos artísticos más institucionalizados sobre la España rural: así, nos desvela la falsedad del documental de Buñuel sobre Las Hurdes, y desenmascara el esnobismo de un Bécquer que poetizó los páramos para agradar a las audiencias de Madrid. También denuncia la hipocresía de un franquismo que celebraba la cultura rural como esencia de la nación, mientras sus políticas condenaban al campo a la agonía, y demuestra cómo ese populismo ha sido copiado por dirigentes de la democracia de todos los pelajes, y lo rural sigue dominando como icono nostálgico. Desde las asimetrías regionales de nuestra ley electoral al morbo del aislamiento psicótico de Fago, Del Molino construye esos artículos, casi todos luminosos en su estilo y como en sus reflexiones, aunque se desentiendan de formar un retrato reconocible de la España despoblada hoy.

Sin embargo, en los fragmentos y capítulos en los que se centra en el tema que da nombre al libro, este deja de resultarme convincente. De forma automática, choca con la concepción sobre la España interior que me he formado como nacido y crecido en Salamanca. Porque, pese a lo defendido en la publicidad y el encuadre de este ensayo, simplemente, su concepto de la España vacía ya no me parece una realidad presente. Del Molino se erige como un extraordinario cazador de mitos de la España rural, pero a la vez ha tratado de dar carta de realidad al suyo propio.

Decía antes que mi madre trataba de aleccionarme en los valores aldeanos a través de sus historias, porque yo fui niño urbano sin pueblo al que volver en verano. Sin embargo, era el único de mi cole. En Salamanca, casi todas las familias mantienen un estrecho contacto con su presente (que no pasado) rural, y participan en las fiestas, las matanzas, pasan fines de semana y veranos enteros en sus casas de pueblo y fincas. Como en casi todas las capitales del provincias interiores, (que Del Molino ignora quirúrgicamente, pues no las considera ciudades) urbe y campo se funden sin discontinuidad. De ese lugar supuestamente inhóspito del pueblo castellano de población menguante, venían cada día los chavales que iban conmigo al instituto: tardaban poco más de media hora. Diez años después, se han convertido en profesores de español en Copenhague, informáticas en Madrid, o se han quedado en su pueblo y van al Mediamarkt en su Seat León un martes a las ocho de la tarde, y visten igual que los hipsters de Malasaña porque ven los mismos programas de la tele en streaming. Y es que los intersticios despoblados que separan nuestros municipios han perdido su trascendencia; cuando en un mal día de atasco un señor de Las Rozas tarda lo mismo en ir al Corte Inglés de la calle Princesa que lo que tarda una ambulancia en llegar de un pueblo de Gredos al hospital más cercano, es que vivir en un lugar “perdido” en España, ya no marca diferencias vitales.
 
Durante los cinco años que viví en China tuve la oportunidad de viajar por extensiones realmente inhóspitas. Cuando uno atraviesa en coche Mongolia interior, las regiones desérticas cercanas al Karakórum o la altiplanicie tibetana, se da cuenta de que los cincuenta minutos de campos y montes lindando la carretera regional que separa al español más aislado de un núcleo urbano es un trámite sin trascendencia. Y es que da un poco igual que en España haya mucho territorio con escasísimos habitantes, porque hoy las diferencias entre la cultura aislada y la cosmopolita no se miden por kilómetros, sino por grado de conectividad. En un país donde en los pueblos hay acceso a carreteras e internet, donde se participa a través de los medios de comunicación y las redes de la misma cultura que el resto del planeta, donde el turismo, las segundas viviendas, el acceso a los estudios superiores y los coches provocan un tránsito constante del campo a la urbe y viceversa, ya no puede hablarse en presente de una España interior con una personalidad condicionada por su escasez de población, y menos por su aislamiento.

Y es que si el ratio de población por kilómetro cuadrado ya no impone ningún sentido espiritual sobre sus habitantes, el censo municipal tampoco hace que una ciudad sea más ciudad que otra. Es posible que Salamanca, por la universidad y el turismo, resulte más internacional que una urbe más grande como Zaragoza. Y tampoco puede comprenderse La Rioja como un pedazo de tierra cultivada y medio despoblada sin más, cuando sus bodegas se integran en una dinámica de exportaciones a nivel global. Partiendo de esta reflexión, quizás tuviera sentido escribir un ensayo llamado “La España desconectada” que, en lugar de recaer de nuevo en una división territorial de nuestras diferencias nacionales, postulara la existencia de dos Españas que conviven físicamente, puerta con puerta, en Barcelona o en los pueblos de Cuenca. Entre los desconectados contaríamos a muchos ancianos pero también a un segmento importante  de nuestra población sin el bagaje cultural suficiente para comprender la sociedad globalizada en la que participan casi a ciegas: no hablo de ignorantes en términos vagos, me refiero a cientos de miles de analfabetos funcionales, gente que suele vivir en los cinturones urbanos y se halla tan excluída de la cultura “europea” como el último superviviente de un pueblo derruido de la meseta. Y también podríamos reflexionar sobre los que decidieron “desconectarse”: desde los neorruralistas y fundadores de ecoaldeas, a los urbanitas autoexcluidos de toda dinámica social. En España y en el mundo, la división campo/ciudad, ha dejado de tener sentidos profundos: lo que importa ahora es si eres un nodo conectado a la red global, o no.

Escribo estas líneas desde mi puesto de librero frente a la muralla de Ávila. A mis espaldas un campanario con cigüeña se recorta sobre la meseta vacía, que se ondula en el horizonte hasta formar las primeras rugosidades de la sierra de Gredos. En un pueblo de un valle entre esas montañas se crió Teresa, mi mujer, que acaba de aparecer por el paseo, absorta en su móvil.  Mi abuela jamás volvió a La Habana; sus orígenes y lazos cubanos no sobrevivieron al aislamiento de la posguerra española, Pero Teresa, desde su aparato, corrige las últimas pruebas de un documental sobre Tíbet que ha traducido para la CCTV, y le acaban de mandar desde Pekín. Ante semejantes torsiones del espacio-tiempo que las redes, los medios audiovisuales, la literatura traducida, las infraestructuras, y las migraciones producen hoy en nuestras vidas, ya no hay España vacía que valga.


 
 

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