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Francis Bacon nunca fue inglés

(Un pintor y dos almas)
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En muchos libros de arte el atormentado creador aparece como “British painter”. Pero no, nada de British. Francis Bacon nació en Dublín el 28 de octubre de 1909, en el 63 Lower Baggot Street. Hoy en ese modesto edificio de dos plantas se aloja un centro de “New Personal Training and Weight Management”. O lo que es lo mismo: “Si usted quiere adelgazar, pregúntenos cómo”, y una pequeña placa negra redonda recuerda quién vivió al abrigo de sus muros hace más o menos un siglo. Esa placa de apenas cincuenta centímetros de diámetro es el único homenaje de la ciudad a un artista cuya importancia crece cada año. La cotización de su obra se disparó en los años 60 del pasado siglo, haciendo muy difícil que los museos públicos pudieran adquirir sus obras, y ello añade un aura adicional de malditismo y oscuridad a su figura.

En España andamos a bofetadas con la Ley de la Memoria Histórica y los nombres de las calles y plazas, con la polémica eliminación de unos y la incorporación de otros más o menos meritorios; todo ello según los criterios de los historiadores, que tienen signo político como cualquier ser humano pensante. Pero Bacon nació en Dublín y no hay ni una estatua, ni una calle, ni un callejón, ni un pub (este último dato sujeto a actualizaciones) que recuerde al artista plástico más importante que jamás haya dado Irlanda.

Quien esto escribe siempre había sentido curiosidad por conocer de primera mano las diferencias entre Irlanda e Irlanda del Norte, o de manera más específica, entre sus dos capitales, Dublín y Belfast. ¿De verdad es tan importante la distancia entre el Vaticano y la Iglesia Anglicana? Pues sí. Lo es.

En septiembre de 2010 presencié el gélido desfile de Benedicto XVI por las calles de Edimburgo, donde era posible acercarse hasta casi tocar con los dedos el papamóvil, blindado hasta la médula a diferencia del vehículo que hoy utiliza el papa Francisco, ante un público indiferente y frío como el clima local, aunque no manifiestamente hostil, como rezaron los titulares de todos los diarios locales de aquella mañana otoñal en la capital de Escocia.

Ese mismo papa (hoy Papa Emérito) canceló su visita a Dublín al año siguiente, con motivo del Congreso Eucarístico, causando una gran decepción en la muy católica Irlanda, ya dolida por el goteo de escándalos de pederastia y abusos sexuales a niños en instituciones educativas que estaban bajo el manto de la Iglesia. Parece ser que el actual papa Francisco ha anunciado una visita en 2018, y que esta vez el viaje finalmente tendrá lugar. Pero volvamos a Bacon.

Búnker Bacon

Un buen amigo, también artista, que reside en Dublín, es quien me desvela uno de los secretos mejor guardados de la ciudad, aunque sea absolutamente incomprensible querer guardar un secreto así.

Incrustado en la Dublin City Gallery y sin apenas publicidad acerca de ello se encuentra uno de los lugares más emblemáticos e importantes relacionados con la vida y la obra de Francis Bacon, cuyo valor en el mercado del arte se ha vuelto a multiplicar en los últimos años, alcanzando cifras escandalosas para alguien que sólo lleva muerto algo más de tres décadas. Para ser exactos, falleció un par de meses antes de que arrancaran los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y lo hizo en Madrid, en circunstancias que no dejan en muy buen lugar nuestro sistema sanitario.

El caso es que su estudio de Londres ha sido trasladado y reproducido exactamente en Dublín, con la forma caprichosa y asimétrica de la habitación, y allí se han colocado los mismos elementos. Pinceles, caballetes, lienzos apilados en las paredes, viejos periódicos por el suelo manchados de pintura, trapos, frascos de trementina... Todo conforma un caos absoluto, más bien mugriento, y que se observa a través de los cristales con la misma sensación obscena que provoca esperar en un zoo que aparezca un orangután al otro lado del vidrio, mientras nos entretenemos mirando sus miserias, sus cáscaras de plátano, los restos de fruta o un viejo neumático a modo de columpio.

¿Qué clase de simio era Bacon? A este ímprobo esfuerzo, diríamos de tintes orwellianos, sin parangón en el mundo del arte, de reproducir físicamente el espacio de trabajo de un pintor hasta en sus más nimios detalles, hay que sumar la paradoja de que el espacio original, el de Londres, ya no existe. Está acreditado que en el traslado participaron arqueólogos, y que incluso el polvo fue cuidadosamente transportado entre las dos capitales, aunque no nos consta que cada mota fuera depositada en la réplica en las mismas coordenadas que en su emplazamiento original.

A esta peculiar instalación se añaden dos salas con muy notables lienzos del pintor, y algunos vídeos explicativos. El conjunto resulta tan impresionante, por lo inesperado, que uno se pregunta por qué apenas aparece en las principales guías turísticas, ni se publicita a bombo y platillo ni es apoyado con la vehemencia que sin duda merece por el ayuntamiento de la ciudad.

La razón hay que buscarla en la dicotomía de este extraño territorio. Aunque nació en Dublín los dublineses lo consideran British, porque se estableció en Londres, y por ello no se le profesa especial devoción, reservada como bien es sabido a los escritores como Wilde, Joyce o Yeats, auténticos héroes del callejero, presentes en cada esquina de Dublín, donde todos tienen su estatua. Todos menos Bacon.

Dos ciudades, dos mundos

Preguntar a un ciudadano de Dublín por Belfast es ver cómo tuerce el gesto, pone cara de circunstancias, y si el lenguaje corporal no bastara suelen decir algo como:

─Me da pena esa ciudad.

o...

─Mala atmósfera, malas vibraciones, no me gustaría vivir allí.

─Pero ¿la conoces bien?─podemos replicar con timidez.

─No, sólo he ido una vez. Más que suficiente.

Esto sorprende en una isla que no tiene muchos núcleos urbanos decentes, y en la que Belfast es la segunda ciudad por número de habitantes. Y que disfruta de no pocas ventajas respecto a Dublín, por pertenecer a un país como Reino Unido, aunque el reciente pero irreversible fenómeno del Brexit amenaza con abrir viejas heridas y dibujar algunas nuevas, entre las que ocupa un lugar preferente la comparación del poder adquisitivo del euro y de la libra esterlina, en imparable declive desde el desafortunado referéndum cuyo resultado sorprendió negativamente incluso a quienes votaron por la ruptura con Europa.

Jorge Castillo, extraordinario y octogenario pintor de la generación de Antonio López que vive voluntariamente retirado en una villa ibicenca mientras sus cuadros se venden con cifras de cinco dígitos (a veces seis) en las grandes ferias internacionales, me confesó en cierta ocasión que su experiencia cumbre como artista no tuvo nada que ver con su actividad pictórica, sino con la de Bacon.

Representado por la galería Marlborough (al igual que Bacon) y por una serie de avatares y azares, a Jorge le fue confiada la custodia nocturna de un lienzo de nuestro pintor irlandés.

Consciente de la trascendencia de aquella tutela fugaz, decidió hacer una vigilia especial. Veló durante toda una noche el cuadro de Bacon, analizando las pinceladas, los trazos, o simplemente observándolo hasta sumergirse en su tormentoso universo. Los primeros rayos del alba le sorprendieron con la nariz pegada al óleo, buscando algo intangible que se le hubiera pasado, ese misterio que solo un creador alucinado podría desvelar.

Estos son los efectos que provoca el examen de cualquier obra de Bacon. Es perturbador, en toda la dimensión de la palabra. A pocos artistas puede atribuírseles semejante poder, y ninguno de ellos está vivo.

Nos falta perspectiva (léase tiempo) para evaluar el tremendo impacto de la pintura de Bacon en las artes plásticas. Un tipo al que pocas influencias pueden atribuírsele, aparte de la de Goya y su Perro semihundido, y de algún contemporáneo, como su amigo (y probablemente amante en alguna ocasión) el nieto del inventor del psicoanálisis, Lucien Freud, a quien retrató con las mismas actitudes y posturas que a su pareja George Dyer. Alguien clasificó la obra pictórica de Freud como “feroz figurativismo”, etiqueta que ciertamente también podría aplicarse a la no menos feroz obra de Bacon. El Museo del Prado ofreció en 2009 una magnífica exposición antológica y cabe decir que nada había allí más perturbador que el asombroso parecido del actor Gene Hackman con el Papa Inocencio X que Velázquez pintó en 1650, y sobre el que Bacon edificó una enfermiza serie de variaciones. El lector curioso puede comprobar fácilmente que esa semejanza va más allá de la casualidad. Y si es aún más curioso averiguará sin dificultad que el mentado actor ganador de dos Oscar ® es hijo de una irlandesa, Lidya Gray Hackman, y que aquel remoto papa era tataranieto de un Borgia.   

En cualquier caso, fue la de Bacon una personalidad explosiva y tormentosa, en unos tiempos en los que la homosexualidad era casi tan peligrosa socialmente como cuando el muy irlandés Oscar Wilde escribió su De profundis en la muy inglesa prisión de Reading.

El muro existe

En Belfast uno se siente de manera automática en Reino Unido. Se parece a Glasgow, pero también a Manchester o incluso a algunas zonas de Edimburgo o de Londres. Al menos el centro histórico, porque las afueras son harina de otro costal.

Lo curioso es que preguntar a un ciudadano de Belfast acerca de Dublín provoca el mismo efecto que apuntábamos más arriba, pero a la inversa, y el interpelado puede apostillar algo como:

─Pobre gente, la de Dublín, no me gustaría vivir allí.

Sin embargo, al acceder mediante la pulcra autopista A1 de un país a otro (trayecto de poco más de una hora y media si el tráfico acompaña) nada permite suponer que se ha cruzado frontera alguna. Para eso hay que recalar en algún núcleo urbano, y fijarse en el mobiliario (bancos, farolas, papeleras, marquesinas) en los letreros indicativos o en los uniformes de los policías. O a un nivel más profundo disfrutar de las enormes ventajas de vivir en territorio británico... al menos hasta que el Brexit se haga efectivo, claro. Pero las banderas tricolores irlandesas (naranja, blanco, verde) ondeando heroicamente en zona hostil sugieren al visitante que allí sigue sucediendo algo raro. Muy raro.

El muro existe, y nadie tiene intención de derribarlo. Se parece mucho estéticamente a la famosa alambrada de Melilla. Alto, con concertinas en algunos tramos, aunque en este caso la parte inferior, de cemento, está decorada por numerosos murales de dudoso gusto artístico pero indiscutible contundencia ideológica. Acabar con este vestigio de tiempos sangrientos y estériles solo necesitaría de una cierta voluntad política, que no existe en ninguna de las dos partes.

En el momento en que este cronista visitó el Ulster se avecinaban unas elecciones, y los carteles con el sonriente candidato del Sinn Fein jalonaban las calles separadas por alambradas de espino, lo que sugería un tímido intento de pasar página mediante la voz de las urnas. Pero la página no se ha pasado, sigue ahí, como las alambradas, el cemento y las puertas de metal que, aunque ya no se cierran por la noche, recuerdan con su presencia contundente que las cosas no se han resuelto, como así acreditan pancartas, grafitis, memoriales callejeros improvisados o pubs con inquietantes advertencias a la entrada. Para decirlo de un modo práctico, hay que tener mucho cuidado al elegir el lugar donde tomarse una pinta, y especialmente con lo que decimos si en vez de una pinta, nos tomamos tres. O cuatro.

Sigue habiendo dos Irlandas. Y es más que probable que el Brexit, cuya efectividad práctica entrará en vigor en menos de dos años, acentúe esta división. Algunos británicos de Irlanda del Norte pedirán la nacionalidad irlandesa, para seguir en la Unión Europea. Y algunos irlandeses recalcitrantes tratarán de impedirlo, y se volverán a engrasar los goznes de ese vergonzoso muro de metal, religión y marcas de cerveza antagónicas. Apunte para iniciados: no es lo mismo pedir una Kernel que una Guinness o una Murphy's. El barman te sitúa en su mapa político, y los parroquianos también.

Ya, pero ¿Y Bacon?

Bacon en Belfast

En una vía de acceso a Belfast donde se concentra una cierta actividad comercial damos con la Nicholas Gallery, situada en un primer piso de un modesto edificio de dos plantas a pie de carretera. Nadie podría suponer que sus limitadas instalaciones albergan piezas originales de Picasso, Lucien Freud, Antoni Tàpies, y sí, de Bacon. Esa es la razón de nuestra visita.

Martin está al frente de un diminuto mostrador, en un espacio abigarrado con las paredes repletas de pequeñas obras maestras de grandes nombres de la historia de la pintura. No hay ninguna medida de seguridad, y esto no es una invitación al robo, sino a la reflexión. Cualquier galería española con la mitad de piezas notables que albergaba en el momento de nuestra visita la Nicholas Gallery tendría al menos a un tipo de Prosegur vigilando las instalaciones. O a dos.

─Venimos desde Dublín...

─Oh, vaya, lo siento.

─¿Por qué lo siente?

─Bueno... Dublín no es un buen lugar donde vivir.

─Vaya, ¿dónde he oído esa frase antes? ¡Ah, sí, en Dublín! Al mencionar Belfast.

Martin frunce el ceño y parece dispuesto a defender esa frontera invisible (que no imaginaria) hasta las últimas consecuencias, pero relajo la situación con un guiño, y añado:

─En realidad yo vivo en Madrid, es mi amigo, también artista, quien vive allí abajo─ apunto condescendiente.

─¿Madrid? Ah... Allí murió Francis Bacon.

Superadas las reticencias, dadas las explicaciones y establecidas las conexiones, pues todos los artistas conocen a los galeristas y marchantes, entre mi amigo y Martin no tarda en tejerse una red de complicidad basada en conocidos comunes. Así que entramos en materia.

─Precisamente veníamos a ver las piezas de Bacon.

─Lo siento mucho, hace apenas unos días se han vendido las cinco.

─¿Quién las ha comprado? ¿Alguien de Belfast?

─No. Una galerista española. Tiene un cliente interesado.

─¿Puede tener relación con la última pareja de Bacon?

─Puede...

Semanas después, ya de vuelta de nuestro periplo irlandés, leemos en la prensa que los ladrones de cinco lienzos de Bacon, valorados en 30 millones de euros, han sido detenidos precisamente en Madrid.

Pero no hay ni rastro de las obras. 

 

Las fotografías son obra del autor del artículo.