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Morir antes de morir.

Hibernar es una institución en ruinas.
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Con el mes de noviembre que llevamos se me hace complicado escribir sobre arte y que no suene a chirigota. El mundo se oscureció un cacho después de las elecciones americanas y la gente se puso de lo más grave. A mi desde luego me dieron ganas de cerrar el chiringuito, tirar la llave al pozo y retirarme al bosque, al trópico, o a una cueva remota e hincharme a ver sombras y mentiras. Por tocarle un poco las gónadas a la filosofía, que ha decidido abandonarnos tan descaradamente.

Llevo ya unos cuantos años diciendo que hibernar está infravalorado, estigmatizado casi: que si dormir es síntoma de depresión; que si es señal de que te estás volviendo un vago redomado. Lo que sea con tal de no reconocer que se nos ha olvidado cómo se hacía eso de quedarnos quietos cuando las energías escasean. Apagarse y no comer y seguir vivo, cuando el clima viene mal dado, es, me perdone la RAE y la iglesia, un poder muy la hostia. Quién no querría ahorrarse la mitad del año en comida, alquiler y actualidad política.

Hay que admitir que Lisboa no es el mejor sitio para poner en práctica mi teoría, entre el sol y lo bien que se come todo el rato, todo el tiempo. Y es que apenas se ha puesto a llover hace unos días pero todavía puede ir uno enseñando tobillo buena parte de la semana. Con lo que nos gusta enseñar tobillo a los artistas.

En París, cuanto estuve hará un mes, casi me pongo malo por la manía de ir en bambas a todos lados. De eso, de estar enfermo y de cómo curarse, es de lo iba el Prix Marcel Duchamp de este año, adjudicado a Kader Attia por su trabajo, bien bonito, sobre el fenómeno conocido como “miembro fantasma”. Eso sí, si yo hubiera estado en el jurado – poca fantasía – me habría decantado sin duda por la propuesta de Ulla von Branderburg, mucho menos evidente y extemporánea.

Con una escenografía que parece sacada de EUR y un uso casi soviético del plano, digno del mejor Paradzhánov, It Has a Golden Sun and an Elderly Grey Moon se plantea como una coreografía muda a la luz del sol, al abrigo de mantas coloradas, al ritmo de talones desnudos. La pieza plantea la solidaridad como una forma de baile, en el que prima el cuidado sincronizado de unos sobre otros, y donde la manta se erige como una protagonista discontinua. Se agradece, además, que los performers no sean ni sílfides en mallas ni maromos en calzones sino gente normal y corriente, nada pretenciosa en sus gestos y sin ese grito de aquí estan “los cuerpos” tan a la moda. En fin, tan sólo eché en falta un poco menos de armonía en una exposición volcada en la enfermedad, aunque reconozco que la decisión, bellísima, de usar el sida y el ébola como motivos decorativos, por parte de Barthélémy Toguo, funcionaba como un puño en el estómago de la moralina habitual. Sólo faltaba alguien a lo Jacko, comprándose un par de jarrones a golpe de dedo índice, para terminar el corte de manga – lo cual, coincidiendo como coincidía con FIAC, no me resulta improbable. 

De camino a la salida me encontré con la introducción de la comisaria, Alicia Knock, quien insistía en leer la muestra bajo el auspicio del síntoma o la patología y su redención en el arte. Me chirrió en especial la idea de que “la exposición les permite definirse (a los artistas) como los potenciales curanderos de las sociedades que sufren”. Y no sólo porque queda fatal hablar de las sociedades que sufren desde el Beaubourg, así, en general, sino porque da entender que es el museo – y su invención primera, la exposición – la que en última instancia concede poderes a estos buenos chamanes modernos. Los cuales, a su vez, y como todo buen sacerdote, debe ser que necesitan de un pecado original impertérrito, un sufrimiento social cronificado, para tener razón de ser y justificar sus muchos poderes. Hmpf.

En esas estaba, debatiéndome entre el delicioso magro de Toguo y Brandenburg y el hueso hermenéutico de los curanderos, cuando llegué al Palais de Tokyo, incapaz de predecir que iba a salir reconciliado con ese no sé qué del arte que me aflige desde hace tiempo. Como si se tratase de una nave lejana, varada en el tiempo y el espacio, Tino Sehgal toma con Carte Blanche los mandos de todo el museo para cargarse, gracias a su control total, absoluto, la idea de exposición. Se despliega entonces un juego de sucesos que no sólo te invitan a vivir ese par de horas como si tu vida fuera una película. rotoscopiada a lo Linklatter, sino que además se demuestra sin pudor que lo que lo que está enfermo es el museo, incapaz, como está, de contagiar el virus de la ficción al mundo. Resulta díficil resumir aquí los por qués de esta afirmación tan rotunda sin arruinar una propuesta que gana más si cabe con sus pequeños patinazos: si tenéis oportunidad, visitadla, de verdad. Merece la pena. Y Paris, si breve, dos veces bueno.

Lo mismo le sucede al alivio: cuanto más rápido llega, menos suelen durar sus efectos. Así, de vuelta en Lisboa, tuve la típica recaida: ansiedad, pérdida de rumbo, falta de sentido, gana Trump y se acaba el buen humor. Al menos por unos días. Y eso que el sol aquí todavía calentaba.

No llegaba al mes de la inauguración del nuevo edificio del Museo de Arquitectura Arte y Tecnología (MAAT) y volvía a escuchar aquí y allá las distintas impresiones sobre el centro. La fundación EDP, principal eléctrica del país y propietaria del museo, está metiendo mucho dinero en adquisición de obra con el fin de construir una colección casi de cero. Lógicamente, esto alegra al personal, pues el bolsillo siempre aprieta. Y al mismo tiempo, todo el mundo coincide que sobre el nuevo edificio, obra de la arquitecta inglesa Amanda Levete, planea la sombra de un modelo tan dudoso como el del Guggenheim. Eso, por no hablar de las pifias en los acabados de la fachada, que sólo aumenta la sonrisa nerviosa del personal.

Si nos adscribimos a la teoría del artista como curandero, de la exposición como su misa y del museo como su templo, habría que decir entonces que la sociedad lisboeta o bien anda muy jodida, muy necesitada, o bien muy sobrada y muy saludable. Pero como sigo sin estar convencido de esa premisa me decanto por sugerir aquí una tercera opción: el arte y sus templos bien pueden, y quizás hasta deben, hacer las veces de placebo, o como sucede a veces, de discoteca. Pero eso, me temo, no va a impedir que la vida te salude al día siguiente con una guerra, unas elecciones o un cero en la cuenta corriente. En ese sentido es que el arte sigue siendo un opiáceo, una técnica tan de evasión como de concreción, para lo bueno y para lo malo. Y no un programa político ni un sistema filosófico, afortunadamente. Así visto, bajo este influjo, Lisboa, con su particular situación artística e institucional, parece estar en un momento tan concreto como psicodélico.

Se me ocurrió entonces que el stendhalazo que me dio en Carte Blanche, al borde de la llorera, respondía más al deseo de que la vida, fuera de la exposición, se pareciese a un cuento, un poco, que a que realmente lo sea. O que deba serlo. Así es como el opio planta su semilla; como sueño utópico en el que la ficción se materializa, palabra por palabra, en la realidad. Comprobar luego que eso no es del todo así, a los pocos días y bajo el efecto de la resaca, no sólo no cura, sino que aumenta el desasosiego y el mono, cronificando la dolencia. Entonces te das cuenta de que el arte no es la cura. Es la droga. Y lo digo sin reprobarla: simple y llanamente el arte desata un poder amoral, objetivo, azaroso, imprevisible, cuya condición no obliga forzosamente a la salud, afortunadamente. Más bien al contrario, su poder también tontea con lo peor de nosotros y escarba en lo maldito, en lo enfermo, en la locura. Algo tanto más difícil de aceptar en medio de la tempestad de cafres sin escrúpulos, mentira sistemática o misoginia rampante que se nos viene encima.

En todo caso, no creo que podamos siquiera hablar de resistencia si no es defendiendo que la imagen borrosa, mientras se haga disponible, siempre ofrece más que la supuesta claridad del cristal. Intuyo que ese mismo riesgo, ese pensar peligrosamente, está presente en la brillante instalación de Dominque González-Foerster, Pynchon Park, que inaugura la galería oval del MAAT. La instalación se describe como “un recinto cerrado, en el que los seres de otro mundo observarían al comportamiento humano en las mejores condiciones posibles” y en verdad recuerda a algo que camina entre el zoo, el jardín de infancia y la arena de un ruedo o coliseo. La arquitectura juega aquí un papel crucial, pues, a partir de la rampa perimetral, uno puede ir desciendiendo al espacio y observar a los habitantes desde distinta altura y grado de intensidad, tomando fotos, analizando qué extraño suceso acontece allí abajo; como si se tratara de un descenso gradual y controlado a un habitat tan salvaje como inofensivo.

La propuesta se divide en dos partes que merece la pena explicar a la manera de Lewitt, para quien el arte a menudo sólo necesitaba ser narrado para serlo. En primer lugar, Foerster cuenta la historia de una raza extraterrestre que, al llegar a la tierra, encuentra una caja repleta de libros de Thomas Pynchon. Éste, entienden ellos, debe ser el autor de los textos más importantes de nuestra especie, por lo que deciden crear un parque de observación en su nombre y darle la forma de un patio de recreo. El proyecto alienígena se materializa a través de una serie de dispositivos perversos, como la simulación del día y la noche, una serie de libros en forma de cómodas alfombras, un techo de rejilla muy bajo y angustioso, o la emisión de sonidos, luces y pelotas para que “la gente juegue y se enamore”. En un segundo nivel, la instalación funciona como juego y como regla, traduciendo las 24 horas del día a 24 minutos, durante los cuales, los espectadores que han accedido al recinto, quedan atrapados sin remisión. Obligados, en parte, a no hacer nada más que a estar ahí o a esperar el nuevo día, en el que se abran de nuevo las puertas de entrada, que son las mismas que las de salida.

Ese no hacer nada es matizable, claro, y lo cierto es que, el par de veces que he podido ir, los niños campan a sus anchas pegando patadas al balón mientras los padres charlan y el resto retoza en las camas librescas – quiero creer que hibernando, o al menos intentándolo. Este caos enjaulado, propio del mejor Pynchon, subraya, bajo la premisa curatorial Utopía/Distopía, la ambiguedad moral implícita en el encierro voluntario.

 

Por un lado convierte a los espectadores en atracción de feria, en sujetos de estudio por elección, librándoles de privacidad y albedrío a cambio de un buen chute de arte contemporáneo, sin sentido ni dirección. Por otro, es la propia jaula, la dosis de sentido, la que les obliga a romper con el inexorable paso del tiempo productivo, bloqueando su función de espectadores y convirtiendo la lectura en colchón blando, sin más fin que el de pillar la horizontal: vaguear, siestear, no hacer nada: entrar en un estado de muerte aparente: no mirar ni contemplar sino ser uno con el estatismo semimóvil de la pintura. La misma que pueden disfrutar los extraterrestres que llegan de arriba, mirando como se despliega a sus pies ese cuadro de historia que sostiene a todo museo que se precie.

Para González-Foerster la separación entre horizonte utópico y distópico es sin duda muy borrosa. Máxime cuando alega en alguna de sus entrevistas que la consecución literal de la primera conduce a las diferentes versiones posibles de la segunda. En ese sentido, y aunque no aparece mencionado en ningún sitio, uno no puede evitar pensar que ese patio de recreo infantil y amoral, perverso polimorfo, es también un modelo en miniatura de la utopía del museo, y de su invención primera, la exposición. Y la sugerencia de la artista, que resuena con otras de sus instalaciones recientes, es tan irónica como sincera: enciérrense aquí, descansen. No hagan nada.

El hermeneuta habitual, no exento de razones, diría que el artista busca con este tipo de obras criticar las dinámicas de clausura, control y clasificación de las sociedades democráticas. No dudo que hay mucho de eso. Pero el arte sería muy aburrido, y los artistas personas muy planas, si se pudiera de verdad reducir lo que hacen a la estetización de la denuncia política o la ilustración del pensamiento filosófico.

Con estos mimbres, y tocados por el revival del ritual, la instalación invita a descender a eso que Peter Kingsley llama "los oscuros lugares del saber"*; bajar a las catacumbas de la cultura occidental – esas que Platón quería abandonar del todo – y enunciar un requiem por los presocráticos, por Elea, por Parménides y por sus saberes menores.

Su conocimiento, su cultura, se ocultaba en la muerte. O mejor dicho, en su apariencia. Pues qué mejor escondite que aquel lugar al que nadie quiere mirar de frente. Los foceos, como lo son en cierta medida los portugueses, eran un pueblo nómada, inquieto, móvil, mercante. Por eso mismo, sabían que para sanar uno debía acudir a la cueva, al phôleos, a la guarida, el lugar donde se refugian los animales para agazaparse quietos, juntos, sin respirar. Abandonando el mundo sin abandonarlo. Lo importante allí, en el umbral, era no hacer nada, ser piedra, ser carne y ser hueso. Sentir, como San Antonio, la tentación de ser cosa pero aquí sí, sucumbiendo; entregándose al paseo por el Hades: escuchar el siseo de la serpiente, el sonido mentiroso del silencio, de la syrinx, de la música de los sueños. Aprender lo que es morir, antes de morir. Hibernar.

Aún hoy, cuando mandamos callar a alguien cancelamos la boca con el dedo índice y siseamos, rindiendo homenaje a aquel principio mágico que invoca el sonido de la nada serpenteante. Quizás eso es lo que haya que hacer esta temporada, cancelar, hacer callar a la exposición. Perder la noción del tiempo en la negrura del espacio subterráneo.

Que no se me entienda mal: si uno se encuentra en plenas facultades, con ánimo, no hay nada como una juerga repleta de baile y sustancia. Por contra, si uno está enfermo no veo cómo puede ayudarle el arte, a menos que habiliten unas buenas camas en el museo, unos buenos bancos donde echarse la siesta, y que abran las veinticuatro horas del día. En Lisboa, de momento, tienen algo parecido. Y no se me ocurre mejor balneario para este otoño invernal. 

- 1, 3, 4, 5. Dominique González-Foerster, Pinchon Park, 2016. fotografías realizadas por el autor.

- 2. Ulla von Brandenburg, It Has a Golden Sun and an Elderly Grey Moon, 2016  Cortesía : Concept, Paris  Fotógrafo : Martin Argyroglo. 

- * Kingsley, Peter (2010) En los oscuros lugares del saber, Atalanta, Madrid.