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Un supervillano es siempre un buen anfitrión. Más o menos.

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Confieso que tengo debilidad por los supervillanos, aunque no por todos, claro. Me aburren especialmente aquellos cuya vileza deriva de ácidos radiactivos, catástrofes familiares o traumas infantiles. Pienso más bien en esos tipos sofisticados, bon vivants, que confiesan matar por placer rodeados de alta cultura, trastocando todo código moral. Pienso en verdad en uno de mis tipos favoritos, Francisco Scaramanga, el hombre de la pistola de oro[1]. Pero sobre todo pienso en su isla privada: tropical, brutal, manriqueña, con una colección de mariposas exquisita y un laberinto de espejos digno de la mejor feria ambulante. Para mí, uno de los escenarios más fascinantes que ha dado el cine.

Hay al menos dos versiones sobre los orígenes de Scaramanga. La versión de la película, que es la que conozco, le describe como un asesino a sueldo legendario —el mejor que el mundo ha conocido— cuyo coste asciende, exactamente, a un millón de dólares por encargo. Una vida de altos vuelos que no sólo le permite matar con una pistola de oro —desmontable en un elegante kit de fumador— sino que además se permite el lujo de cargar en ella una única bala, igualmente dorada. Su primera víctima —según le cuenta a Bond en la escena de los cacahuetes— habría sido el domador del circo en el que se crió, justo después de ver cómo éste maltrataba a su único amigo, un elefante. No es tanto que Scaramanga se confiese animalista, sino que habría sido su amor incondicional por los animales lo que le habría de revelar una verdad más amplia: que disfrutaba matando a las personas. Esta moral ambigua se repite más o menos en su isla como un nudo ocho, pues el lugar se revela como una megaestructura a caballo entre una gruta circense —en la que acostumbra a retar a sus enemigos— y una elaborada planta de energía termosolar y sostenible, que nutre, ecológicamente, al rayo hiperdestructivo de marras.

Así las cosas —y sin querer establecer un paralelismo literal—, hace ahora un mes que entré por primera vez en la Fundación Calouste Gulbenkian, sita en Lisboa. Desde entonces, el edificio y los terrenos aledaños se han convertido en uno de mis lugares favoritos de la capital, y es fácil adivinar por qué: líneas brutalistas, tropicalismo exuberante, jardín japonés, moquetas color camel, butacas de cuero rojo, sofisticación y arte por doquier, un toque megalómano y un apellido con ecos soviéticos. De verdad que tuve un hard-on instántaneo. Joder, si hasta el propio Calouste te da la bienvenida ¡al lado de un Horus de cuatro metros!

A simple vista, la villanía de Calouste Sarkis Gulbenkian (1869-1955) es más o menos igual de pintoresca que la de Scaramanga: esto es, supervillano más por la magnífica villa que gasta su fundación y menos por su vileza de la cual realmente no tengo noticia. De origen armenio pero británico, francés y portugués de adopción —es lo que tiene la guita—, magnate del petróleo —fue de los primeros en abrir las líneas de explotación en Oriente Medio a principios del siglo XX—, filántropo y bon vivant, Gulbenkian era coloquialmente conocido en todas sus operaciones como Mr. Five Percent, al exigir, como pago a sus servicios, un 5% de las acciones de aquellas compañías que ayudaba a crear[2]. Uno sólo puede empezar a imaginarse la fortuna que amasó mediante este sistema de atar cabos por allá y de firmar documentos por acá, pero se queda corto cuando comprueba la extensión de su colección y las dimensiones de una fundación que —con sedes en París, Londres y Lisboa— alcanzó en 2015 unos costes operativos superiores a los 100 millones de euros[3] —con alrededor de otros 2.000 en la cartera de inversiones[4]—. Sobre los Gulbenkians podríamos hablar infinito —especialmente sobre Gulbenkian hijo, quien guardaba un curioso parecido con nuestro playboy Jaime de Mora— pero tan sólo añadiré que darían para un estupendo Keeping up with the Gulbenkians, al que me engancharía irremediablemente.

En cualquier caso, sucede que con motivo del sesenta aniversario de la fundación —creada en 1956, tan sólo un año después de la muerte del magnate— se presenta la que es para mí una de las exposiciones más interesante de la capital lusa en estas fechas: Linhas do Tempo.

Casualmente —ya se sabe lo fácil que es ajustar estas cosas a conveniencia— Gulbenkian habría realizado su primera compra también sesenta años antes de la creación de la fundación, lo que permitiría plantear un bello pliegue temporal. De un lado, corriendo en negativo hacia finales del XIX, estaría la colección de Gulbenkian el hombre, bajo el nombre de “Colección Personal”. Del otro lado estarían las adquisiciones llevadas a cabo por la fundación hasta 2016, bajo el nombre de “Colección Moderna”. La tesis expositiva parece no salirse de lo esperable y pivotaría sobre la revisión que se viene haciendo de la modernidad como forma aun más ecléctica si cabe, retrospectiva y prospectiva, definida por la superposición de intereses y temporalidades a menudo contradictorias. El gusto moderno se distinguiría, según la tesis expositiva, como aquel que permitía a lo antiguo “estar de moda” o de rabiosa actualidad; no tanto como ideal u horizonte político, como sucedía con el clasicismo por ejemplo, sino como disfrute y ornamento, compatible con el abrazo de un futuro en expansión tecnológica.

De esta dinámica, lógicamente, habría de participar por igual el olfato capitalista de Mr. Five Percent y la fiebre coleccionista del filántropo. Gulbenkian era capaz de contratar al mismísimo Howard Carter para la adquisición de alguna ganga egipcia, al mismo tiempo que encargaba una chaise longue contemporánea y negociaba la compra de un aparador del XVII. Según palabras de su comisaria, Penelope Curtis, “Líneas de tiempo tendría la intención de representar no sólo cómo sus decisiones [las de Gulbenkian] reflejaban la realidad de su tiempo, sino cómo interceptan e incluso hacen de espejo a las obras compradas tras su muerte”.

Por encima de ese afterlife faraónico, la muestra funciona por dos motivos. Por un lado, su montaje es el de un laberinto especular, pues aún sin usar más que un par de paneles de pared, la disposición de las piezas en ángulos rectos sugiere un juego de dominó, como si los objetos se miraran de canto o se tendieran puentes —un efecto que sólo se ve aumentado por el uso de la galería central del edificio, de estilo racionalista, acristalada y rectangular, como un gigantesco Pabellón de Barcelona—. Por otro lado, funciona porque se incorporan a un mismo nivel objetos relativos a la propia fundación, como puede ser una placa conmemorativa o sendas maquetas de los edificios. Esto le permite a la institución insertarse como parte de la línea de producción —en cierto sentido, le permite “autoadquirirse”— exponiendo su mitopoiésis, en un gesto refrescante y poco habitual. En ese estado de cosas, no es que se haga honor al nombre del museo, en tanto espacio de inspiración repleto de musas y gamusinos, sino que éste además ficciona su propio punto cero como punto cero narrativo de los objetos que se exponen, reseteando más o menos el cuadrilátero entre pasado presente, individuo e institución.

Este escenario no es una mera especulación: la idea del “más o menos” aparece como motor conceptual de la muestra en diferentes ocasiones: bien apuntando hacia el gabinete personal como el perdedor natural de la pugna entre improvisación y profesionalización; bien reconociendo que uno de los criterios para la elección de los objetos en muestra es que estos “pudieron ser adquiridos más o menos al mismo tiempo, o haber sido adquiridos en distintos momentos a pesar de haber sido producidos más o menos al mismo tiempo”; bien alegando al final de la hoja de sala que “no hay aquí exactitud sino afinidades a través del tiempo y el estilo. Gulbenkian pudo ser tan moderno como la Colección Moderna; la Colección Moderna tan histórica como su fundador. Más o menos moderna, más o menos en tiempo, más o menos en sintonía”.

En verdad, uno no sabe si tomar esa llamada a la inexactitud como una exoneración de los abusos más o menos estructurales a todo magnate, o si entenderlo en paralelo al epitafio de Walter Benjamin en Portbou donde se dice, más o menos, que “no hay documento de la cultura que no sea a su vez documento de la barbarie”.

En ese sentido, Lisboa es también un laberinto empinado, algo tropical y decididamente bárbaro; brutal y empedrado. El estado actual de la ciudad es el de una efervescencia vieja conocida nuestra: no hay casi plaza que no esté levantada, edificio histórico sin andamio o calzada sin parche; las grúas se confunden con las pocas palmeras que resisten la plaga del picudo rojo y las vallas de obra se conjugan con los plataneros y demás matorrales coloniales.

Al otro lado de la ciudad, bajando por Santa Engrácia, llega uno al barrio popular de São João, donde se encuentra ubicado el Kunsthalle Lissabon: un pequeño garaje dentro de un parking residencial, sin gracia ni pompa. Como una guarida oculta por la abundante vegetación de vivienda de protección social.

Aunque la muestra ya habrá cerrado a la publicación de este artículo, cuando estuve allí —hará una semana— aún podía verse el trabajo de Céline Condorelli, Concrete Distractions. Da la casualidad de que conozco el trabajo teórico de Condorelli desde la publicación de su tocho, Support Structures, pero confieso que no había visto nunca nada suyo a título expositivo. La artista, muy vinculada a Londres, vendría a representar muy bien a la nueva crítica institucional que, junto a precursores como Gillick, llevan años repensando la cuestión institucional a partir de una revisión arquitectónica de la forma, la estructura y la función —y hacia el design thinking—.

La propuesta en cuestión está impecablemente resuelta —las piezas son de una factura exquisita—, pero peca a mi juicio de esa aridez protestante que viene siendo más o menos habitual en la nuevas generaciones de artistas formados, y legitimados, casi invariablemente en másteres y escuelas centroeuropeas.

No obstante, y aún siendo más concreta que distraída, la exposición salva con nota a la sensualidad con una excepción: “Models for a Qualitative Society” nos propone un pequeño recreo de forma circular, repleto de peonzas y pirindolas, invitando a los espectadores y al staff a olvidarse aunque sea por unos minutos del arte, de la exposición y jugar a hacer bailar y a hacer chocar. El gesto consigue realmente desactivar la pantalla institucional, regresándola a sus orígenes rituales en el juego y en el ocio.

En ese baile de modelos enmascarados, el propio Kunsthalle Lissabon tendría además un lugar destacado: irónicos y divertidos, sus responsables confiesan haber elegido el nombre como una peineta a lo alemán, pero también bajo la convicción de que vivimos en la era del “fake it ‘til you make it” —y es que algo se mueve ahí abajo cuando uno se disfraza con la apariencia de una institución—. El concepto no creáis que se queda en la mera chanza, sino que lo vienen desarrollando en su serie de publicaciones periódicas, Performing the Institutional, la cual alcanza ya su volumen número cinco. Quizá, sólo quizá, pecan de exceso de responsabilidad cuando reconocen que también les inspiró la solvencia del modelo Kunsthalle; o cuando concluyen en su segundo volumen que su performatividad institucional se condensa en una combinación de afectos y hospitalidad[5], cuando estos son ya quizá horizontes institucionales más que integrados. Y digo quizá, porque en verdad no hay nada más supervillano que un buen anfitrión, hospitalario y afectuoso. Lo único que hace falta saber entonces es si tras los postres se canta alegremente junto al piano, o se pergeña, entre humo, un plan maestro irreverente y descarado.

Lina Bo Bardi decía que un museo debía contener “una colección, cultura popular y un patio de recreo”. Pues eso. Más o menos.

 Imágenes: 1 y 10, fotogramas de la película El hombre de la pistola de oro (Guy Hamilton, 1974); 2, 8 y 11, fotografías del edificio de la fundación Calouste Gulbenkain realizadas por el autor del artículo; 3, 4, 5, 6 y 7, Linhas do tempo, Fundación Calouste Gulbenkain, fotos realizadas por el autor; y 9, Céline Condorelli, Modelos para uma sociedade qualitativa (Models for a Qualitative Society), 2016, acacia negra y acero pintado, fotografía de Bruno Lopes.

[1] De la película de 007 del mismo nombre, El hombre de la pistola de oro (1974).

[2] Entre las que se cuenta la Royal Dutch Shell, una de las cuatro grandes petroleras mundiales.

[3] Pág. 222 del Annual Reporto 2015 publicado en: https://gulbenkian.pt/wp-content/uploads/2015/07/FCG_2015_AnnualReport.pdf (consultado el 6 de octubre).

[4] Ibíd pág. 230

[5] Conceptos que, como hemos visto, ya son plenamente coincidentes, al menos en la teoría, con la lógica de las grandes fundaciones.