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Sin dientes ni pelo

La idea de la muerte y un encuentro con Manuel Saiz
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Por casualidades de la vida en las últimas semanas me vi obligado a pensar en la muerte más de lo que, en principio, me habría gustado. Resulta extraña ya la idea misma de pensar en la muerte —o sea, en lo más trascendente— precisamente por azar —es decir, a causa de lo fortuito e intrascendente—. Pero, mal que le pese al filósofo, así son las cosas, a menudo sólo se llega a lo profundo por una mezcla imprevista de acontecimientos superficiales.

El primero de esos acontecimientos fue mi paso por un tanatorio para recoger a mi madre que había acudido para acompañar en su pérdida a unos amigos. Como digo, en realidad yo no tenía por qué estar allí, ya que ni los amigos ni el fallecido tenían que ver conmigo. Pero el caso es que, una vez dentro, tuve que esperar un rato y me puse a hojear unos folletos. Cual no sería mi sorpresa al encontrarme con un anuncio de «¡Rebajas en la Funeraria!». Aturdido como estaba, al principio no me percaté de lo raro que sonaba. Pero enseguida me puse a meditar sobre las diferentes lecturas que se podían extraer de aquellas palabras. Por ejemplo pensé que, si el mercado se rige por la ley de la oferta y la demanda, en un país con muchos muertos serán infrecuentes las rebajas, resultando el valor de la vida humana inversamente proporcional al precio de las cajas. Luego se me ocurrió que aquel anuncio significaba que vivía en un país de gente sana donde la muerte escaseaba y en el que las funerarias se veían obligadas a descender a la arena de la competencia desatada. Por fin, caí en la cuenta de que sólo se trataba de la época en la que estaba. Al fin y al cabo, era tiempo de rebajas. Soñaba yo con la infinita coherencia de la publicidad de El Corte Inglés —con gente levitando porque estamos en rebajas y con espíritus que gravitan hasta que entran en sus cajas—, cuando apareció mi madre con sus enormes gafas…

El segundo acontecimiento que me llevó a pensar en la muerte resultó ser igual de inesperado. Efectivamente, también en estos días me vi obligado a pedir un crédito, algo que jamás había necesitado. Para lograrlo debí aceptar unas condiciones infernales, como que me endosasen «productos» que no quería y que, de hecho, no existen ni sirven para nada. Entre ellos, el primer seguro de vida que había manejado. Sin duda, se trataba de un «producto» fascinante pero yo sólo buscaba un poco de pasta. Peleé con el banco para que se suprimiese y, ya asumida la derrota, no pude dejar de fijarme en una de sus cláusulas. Aparecía en el apartado de «condiciones limitativas», dedicado, como saben los letrados, a restringir los derechos a indemnización del asegurado una vez que se ha producido el siniestro. Ya el hecho de que esas condiciones llenasen el doble de páginas que las que ocupaban mis prebendas me dio que pensar a lo grande. Pero lo que me hizo descarriar fue un párrafo referido a mi propio suicidio. La cláusula en cuestión decía así: La compañía aseguradora no pagará prestación alguna cuando el fallecimiento del asegurado se haya producido como consecuencia de la acción de suicidarse, frustrada o no, durante la primera anualidad del seguro.

Quiero que se entienda bien lo que me pilló por sorpresa. Desde luego, no fue la genérica restricción del suicidio, algo que daba por sentado. Lo que me pilló por sorpresa fue la referencia a la primera anualidad. De repente, se abrió ante mí un universo inexplorado. Por un lado, me alegré de poder tomarme tales libertades. Me dije: «¡Qué bien! ¡Dentro de un año soy libre de suicidarme!». Pero, por otro lado, la más anodina y reglada de las situaciones, el momento de firmar una póliza vinculada a un crédito bancario, se convirtió en ocasión para meditar sobre mi muerte y no sobre la muerte en abstracto. De modo que aquel maldito banquero con aspecto de contable amargado me hizo pensar más en mis propios límites que todos los profesores de filosofía del pasado.

Como no hay dos sin tres, todavía me topé a lo largo de las últimas semanas con una tercera situación que de modo casual me llevó a pensar en la muerte en profundidad. Hace unos años un conocido artista riojano, Manuel Saiz, comenzó a dar forma a un proyecto harto extraño. Como es un tipo precavido, en 2003 se le ocurrió que podía utilizar su fiesta de cumpleaños para empezar a celebrar su sesenta y cinco aniversario que tendrá lugar en 2026. Por supuesto, se trataba de un proyecto artístico, una manera de convertir la nostalgia cumpleañera que arroja espontáneamente nuestras miradas al pasado en excusa para pensar en lo que el futuro nos tiene preparado. Y, con toda probabilidad, yo no me habría enterado si, a pesar de proceder de Logroño y vivir en Berlín, Saiz no hubiese querido venirse a Santiago a celebrar su cincuenta y cinco cumpleaños y a falta de dos lustros para su gran aniversario. Para dar este nuevo paso, contaba con la ayuda de la Galería Trinta que, a su vez, había hablado con el decano de la Facultad de Filosofía para terminar de arroparlo. Y todo habría transcurrido con normalidad si el decano no se hubiese ausentado a causa de una enfermedad que ahora lo tiene postrado. Luego me llamaron para sustituirlo y sólo así, es decir, por casualidad, mi vida se cruzó con la de Manuel Saiz y la seductora catábasis de If Alive.

Ni que decir tiene que hojear el libro If Alive y contemplar en Trinta las obras de Saiz se convirtió en la gota que colmó el vaso. Traducido de modo sencillo, If Alive significa Si sigo vivo y trata de modo ameno pero descarnado el desarrollo del proyecto comentado así como las insalvables paradojas que asedian a los humanos. Yo lo leí como beben los pájaros, es decir, levantando la cabeza cada dos tragos. Para empezar, medité sobre el motivo central, el de las efemérides que aúnan alegría e intranquilidad. Porque Saiz se demora en la fórmula algo aprensiva de ese cumpleaños invertido que le obliga a pensar cada 10 de enero en el futuro lejano y en las contradicciones de todo acto festivo que celebra los cambios del calendario. En este sentido, ¿no cabría relacionar la pena que a veces nos embarga durante las fiestas de fin de año con el hecho de que toda celebración funciona como primavera mortal e imagen dialéctica? O, por poner un símil cinematográfico, ¿no tienen que ver los contradictorios sentimientos de cada jubileo con el hecho de que tales eventos resultan a la vez tan pregnantes como El festín de Babette y tan absurdos como La gran belleza?

A continuación, me detuve en las meditaciones del artista sobre el tiempo. Leyéndolas me acordé de que vivimos en una época en la que, como decía Ariès, si la sangría se tiende a mostrar, la muerte misma se prefiere ocultar. Hasta el tiempo ha dejado su lugar a un estado ucrónico perpetuo que ya no sabe nada del pasado ni de lo que está por llegar. Sin embargo, como antídoto contra tantos miedos Saiz no se decanta por las pornográficas fórmulas escatológicas de un Serrano, sino que nos invita a la reflexión melancólica y distanciada a medio camino entre Philippe de Champaigne y On Kawara. Como resultado, sus efemérides fuera de quicio espacializan el tiempo al desnudar sus metáforas. Y acordándome de expresiones del tipo «¡Nos vemos más adelante!», se me ocurrió que en Occidente el futuro siempre se coloca en vanguardia. Ahora bien, ¿no es el futuro lo incierto y el pasado lo que se puede recordar? ¿No estaría mejor «detrás» permaneciendo invisible como piensan los aimarás?

Ya para acabar intuí la crítica de Saiz a la siempre narcisista representación, crítica elaborada con no pocas dosis de humor y cierto prurito autodestructor. De hecho, Saiz no sólo parece aceptar como Bataille la ofrenda y el abrasamiento de toda celebración, sino que cede la carne propia para el acto de inmolación. De ahí que en uno de sus aniversarios se hiciese maquillar arrugado, calvo y desdentado como un viejo bastante ajado. Luego cuenta que, habiéndose olvidado de que estaba disfrazado, fue su propio reflejo el que lo acabó asustando.

Efectivamente, de Rembrandt van Rijn a Jorge Molder y de Jan Peter Tripp a Francis Bacon, larga es la historia del irreconocimiento. Recordando yo mis propios sobresaltos al descubrirme en el espejo con canas y como un extraño, me pregunté por la atracción que ejercen tales hallazgos. ¿Será que en ellos asoma eso oscuro que siempre acecha detrás? Y, en tal caso, ¿eso oscuro en qué consistirá? ¿Se tratará de una verdad gnoseológica capaz de puentear la infinita precesión de lo simulacral o de un pasaporte ontológico para el más allá? Absorto estaba con tal posibilidad cuando llegó la hora de conocer al artista. Pero, tras haberle preguntado por el asunto, él me respondió que no aspiraba a tanto. De hecho, me dijo que se conformaba con transformar esos neutralizadores de inanidad en que se han convertido los cumpleaños en recordatorios de futilidad, pero que cada vez que daba con un nuevo memento comprobaba al poco tiempo que dejaba de funcionar. Luego contó un chiste. Un borracho volviendo a casa de madrugada pierde su llave. Cuando se agarra a una farola, se acerca un policía que le pregunta qué hace. El borracho responde que busca las llaves. Juntos se agachan un buen rato hasta que el guardia por fin estalla:

—¿Pero estás seguro de que están aquí?

—No, están allí, pero es que aquí hay más luz.

 
Imágenes del proyecto If Alive, de Manuel Saiz.
1. Flower arrangement, 2016.
2. If Alive / Expectations: #1 Golf, #2 Hospital, #3 Homeless (maquillaje de Eva Quilez, fotografía de Jordi Puig, manipulación digital de Juande Jarillo), 2003.
3. Virtual Totentanz, 2016.