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The best bench of the world

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No cabe duda que uno de los signos de nuestro tiempo es el modo en que se tratan de ocultar grandes carencias a base de promover muchas y constantes experiencias. No sólo se imponen las experiencias en los períodos de descanso con visitas exóticas o arriesgadas gimnasias; no sólo se modifican las relaciones laborales para vivir experiencias de grupo en reuniones de fin de semana; es que se desmantelan las clases teóricas para escolares sustituyéndolas por infinitas excursiones y actividades edulcoradas. Si algo es común a todas estas propuestas es que las experiencias que se promocionan consisten siempre en las mismas dos cosas: en algo integral o que apela a los cinco sentidos y en algo social o colectivo.

Lo cuento por algo que me ocurrió este verano. Hacía unos años que conocía un paraje increíble situado al norte de Galicia, un tramo de costa cerca de Loiba al que sólo accedíamos algunos elegidos. Sucedió que el año pasado un fotógrafo local sin malas intenciones (Dani Caxete) tomó una instantánea nocturna del enclave que se difundió con el título: «El banco más bonito del mundo». Inesperadamente la imagen se convirtió en viral, los medios se hicieron eco y, de un día para otro, aquel lugar perdido del tramo de costa menos visitado se convirtió en el mejor modo de rematar el Camino de Santiago. Lo que hasta entonces había sido un increíble paisaje apartado y ciertamente solitario —eso que la foto había captado— se convirtió en la excusa para vivir una experiencia de varios miles de fulanos. Por supuesto, yo, que soy muy despistado, no sabía nada de esto y, como otros años, aproveché las vacaciones del verano para acercarme por allí un rato. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que, no ya coches, sino autobuses y cientos de turistas llegados de todas partes, habían convertido aquel lugar sagrado en un insufrible sarao. Había tanta gente que no se veía el mar, pero una señora se me acercó mascullando: «¡Qué bonito está!».

Mis sentimientos fueron claros y precisos porque, por paradójico que resulte, es en esos momentos de espectaculares experiencias grupales cuando me invade por dentro el tedio más nítido. Digamos que todo transcurrió por fases. Al principio, me alegré de no tener licencia de armas, porque habría abierto fuego en plan salvaje. Pero la violencia sucumbe lentamente al vacío y, lo que primero es ira, luego le cede el sitio al hastío.

Puesto a justificarme, supongo que no está de más recordar que soy hijo único de familia monoparental. Mi padre siempre estuvo ahí, pero no convivía con mi madre y conmigo. Quizás por eso, ya de niño, invertí los valores normales hasta el punto de que, aunque haya aprendido a engañar, para mí la felicidad es tedio y el hastío felicidad.

Pongamos algunos ejemplos. Cuando, hace muchos años, aprobé la selectividad, mi madre quiso premiarme con un viaje algo especial. De manera que compró unos billetes y nos fuimos al Egeo. Ni que decir tiene que en aquel crucero todo estaba pensado para tenernos entretenidos. Parafraseando a Wallace, pagamos no sólo para que algunos profesionales cualificados microgestionasen nuestras vivencias preparando infinitas experiencias, sino para que interpretasen por nosotros tales experiencias[i]. Todas y cada una de las horas del día y la noche coincidían con alguna o varias actividades. Actividades o tareas que siempre se hacían en grupo y siempre se anunciaban como multisensoriales. El despertar solía coincidir con la llegada a un puerto y nos daban dos o tres horas para visitar la isla o la ciudad según fuese el caso. Las visitas estaban programadas por guías que nos enseñaban ruinas espectaculares o mercados coloristas. A continuación, nos devolvían al barco para iniciar las actividades deportivas. Se podía elegir entre el aeróbic en grupo, las máquinas con entrenador o la piscina climatizada con masajes aceitosos. Luego, llegaba la hora de la comida. En un enorme comedor, se colocaban infinitas mesas circulares en las que se disponía a las personas en función de su origen de manera que resultase fácil entablar conversación. Digamos que también fue una experiencia recorrer el Egeo comiendo a diario con gallegos que hablaban sin parar sobre el pulpo o los grelos.

Por las noches, después de la cena, seguía el espectáculo. Todo estaba pensado para provocar el placer de los cinco sentidos. De ahí que el sirtaki de la discoteca no sólo fuese interpretado por la banda del primo de Theodorakis, sino animado con el ritmo sinuoso de un grupo de ménades profesionales. Después de una hora de bailes regionales y cócteles más bien tropicales, se abría la pista central a los cientos de pasajeros que atestaban el lugar. Ahora bien, también eso estaba programado porque hace décadas que los cruceros funcionan como entornos para el fomento de todo tipo de contactos. Resumiendo, ¿qué tipo de experiencias viví en aquel crucero? Pues, a decir verdad, espectaculares y grupales. Pero ni por un minuto dejé de pensar que casi todo aquello era más pobre que mucho de lo que leyendo o paseando me podría encontrar.

Y, ¿qué decir de los Cursos de Adaptación Pedagógica? Efectivamente, un segundo momento de paradójico y prolongado aburrimiento lo viví al acabar la carrera, cuando realicé estos cursos mientras me doctoraba. Se suponía que todo aquello que nos contaban estaba pensado para mejorar nuestra capacidad docente. Por esa razón, un interminable grupo de pedagogos insistía durante casi dos años en los modos de enriquecer a nuestro futuro alumnado con infinitas experienciasmultisensoriales y colaborativas. ¡Claro que yo estaba de acuerdo! El problema consistía en que, aunque creyese sinceramente que Pestalozzi o Giner llevaban razón, todo aquello me aburría hasta la extenuación. Supongo que no tuve suerte con los profesores; supongo que no lograron transmitirme con suficiente énfasis la bondad de las experiencias excursionistas o pensadas para los cinco sentidos. O, quizás, es que me había topado de nuevo con aquella mezcla letal de lo grupal y lo espectacular… Al fin y al cabo, en esas excursiones, ¿se experimentaba de verdad o se descendía a lo sensual preindividual delegando toda la actividad real en el líder que indicaba qué mirar y hacia dónde andar?

Por fin, siendo profesor volví a encontrarme en esa situación. No me refiero al hecho de dar clase que, sinceramente, me gusta. Me refiero a la participación en seminarios y congresos de investigadores. Porque —lo diré— después de unos años intensos, a día de hoy me horrorizan. En cierta ocasión, un coloquio me llevó a tocar fondo. Se trataba de explorar la cuestión de la experiencia en términos filosóficos. No obstante, a medida que avanzaba el seminario, me di cuenta de que el aburrimiento se apoderaba de mí de forma implacable. Hasta podía sentir que estaba dando el cante, y me acordé de aquel viejo conferenciante que, en cierta ocasión, se quedó dormido dando su propia charla. ¿Por qué diablos tanto bostezo si toda aquella gente hablaba de cosas interesantes? En seguida lo entendí. El problema no era el tema, sino cómo se trataba, es decir, la teoría sólo sugerida de que una buena dosis de experiencias empíricas podía mejorar por sí misma las artes, la educación y la filosofía.

Debieron pasar unos años para que unas fotos incluidas en Roland Barthes por Roland Barthes me mostrasen a las claras que no estaba solo y que había otros que sentían lo mismo que sentía yo[ii]. De hecho, fueron las caras tristonas de los seminarios del autor de Mitologías las que motivaron por vez primera la pregunta que me volvió a asaltar en Loiba. ¿Por qué en los momentos de supuestas grandes experiencias algunos nos aburrimos tanto? Pues bien, como ya he dicho, porque se identifican esas experiencias con lo perceptivo y con los cinco sentidos sin caer en la cuenta de que semejante énfasis en lo sensorial-empírico no es garantía de nada. No es garantía de nada, sobre todo, si la otra vertiente de semejante complejo experiencial apela sistemáticamente a ciertos elementos bien mascados del saber comunitario o grupal.

La lógica a la que se responde en estos casos no tiene ninguna complicación. Se podría resumir así:

—¿Por qué voy al banco de Loiba y a la Playa del Picón?

—Porque miles de personas en las redes dicen que mola un montón.

Sin duda, vivimos en una época en la que conviene apoyar los esfuerzos colaborativos y los nuevos imaginarios colectivos. Ahora bien, una cosa es eso y otra delegar todos nuestros sueños en manos de un rebaño de autómatas con aspecto de rumberos. Supongo que he viajado bastante y, a pesar de todo, sigo pensando que el banco de Loiba ofrece una de las más bellas vistas de que he disfrutado. Pero la belleza no sólo tiene que ver con sensaciones y fenómenos, sino con la disposición de ánimo que arrastramos y con el modo que tiene la imaginación de coquetear con lo que exploramos.

En un pasaje casi olvidado de La lámpara maravillosa, Valle-Inclán relata su mágica experiencia ante el paisaje de la costa gallega desde un banco solitario. Saboréense los matices de su bellísimo cuadro:

«La tarde había perdido sus oros, y era toda azul. Yo, sentado bajo el parral de mi huerto aldeano, me puse a rezar. En aquella beatitud del campo, del mar y del cielo, me sentí lleno de un sentimiento divino. Todo el amor de la hora estaba en mí, el crepúsculo se me revelaba como el vínculo eucarístico que enlaza la noche con el día, como la hora verbo que participa de las dos sustancias, y es armonía de lo que ha sido con lo que espera ser. Seguía sonando el caracol de los pescadores, y sobre las ondas se tendía el último rayo del sol. Por aquel camino luminoso se remontaron mis ojos al azulado término del mar. Entonces sentí lo que jamás había sentido: Bajo las tintas del ocaso estaba la tarde quieta, dormida, eterna. El color y la forma de las nubes eran la evocación de los momentos anteriores, ninguno había pasado, todos se sumaban en el último. Me sentí anegado en la onda de un deleite fragante como las rosas, y gustoso como hidromiel. Mi vida y todas las vidas se descomponían por volver a su primer instante, depuradas del Tiempo. Tenía el campo una gracia matutina y bautismal. Como las nubes del ocaso, el racimo que maduraba en el parral de mi huerto mostraba en el azul profundo de sus granos maduros, la sucesión de sus metamorfosis, hasta el verde agraz. Me conmovió un gran sollozo, y en la estrella que nacía vi el rostro de Dios»[iii].

Omítase el aroma a incienso y la uva madura y se entenderá lo que yo sentía en el banco del Loiba antes de la maldita invasión. Por descontado que también los solitarios necesitamos de experiencias muy empíricas, pero ni que decir tiene que el condimento especial siempre lo pone nuestra propia mística. Quizás por compartir tal sensibilidad pudo afirmar Rousseau que l’oisiveté des cercles est tuante, parce qu’elle est de nécessité; celle de la solitude est charmante, parce qu’elle est libre et de volonté[iv].

Comentaba antes que, por razones biográficas ajenas a mi responsabilidad, soy un tipo raro que siempre ha tendido a sentir hastío en los momentos en que otros comparten su entusiasmo. Ahora bien, supongo que para compensar, cuando otros se aburren yo empiezo a disfrutar.

Todo comenzó hace muchos años en trasteros desiertos y cuartos solitarios. Como hijo único que soy, cuando de niño vagaba a tientas por mi casa o las de mis abuelos, poblaba las mañanas de grandes bostezos. Ahora bien, ¡qué tesoros me encontraba tras mis enormes tedios! Efectivamente, con el tiempo fui aprendiendo a modelar el hastío. Por supuesto que no me olvido de los accesos de vacío. Pero cuando el sol brillaba y los días eran buenos…

Qué razón llevaba Bachelard cuando exclamó: «¡Dichoso el niño que ha poseído sus soledades!»[v]. Quizás no pueda presumir de muchas cosas pero sí puedo afirmar que siempre he poseído mi soledad. De crío esa soledad funcionó como la condición del tedio y la ensoñación, y de mayor como la posibilidad de un modo super-empírico de experimentación.

El síntoma más evidente de que se está ante un soñador es su modo de pasmar. No en vano, en aquellos años, buena parte de mi familia pensaba que era un poco atontado porque, incluso en compañía, a menudo me notaban algo ralentizado. Se trataba —eso espero— de la prolongación más allá de los límites socialmente admisibles de mis estados íntimos de ensoñación. Así las cosas, a nadie sorprenderá que, ya de mayor, aprendiese a valorar los bancos solitarios colocados en cualquier rincón. Digamos que tales objetos siempre han formado parte de mi universo privado. Como la muñeca tuerta del desván, como el lápiz y el papel en blanco, o como el andén vacío de la estación, los bancos bien apartados siempre fueron para mí objetos que sueñan porque animan mi ensoñación.

Ahora bien, como sugiere Michael Jakob, estos últimos objetos tienen una ventaja sobre los demás. Se trata de su colocación, porque, efectivamente, los bancos de exterior a menudo se abren a mares, valles, ciudades o parques[vi]. En este sentido, ¿qué ocurre en esas soledades abiertas al paisaje? Siempre me ha fascinado la respuesta que a esta pregunta le dio Hazlitt. Porque, en esa fenomenología de la experiencia del mirador que siempre debería mantenerse cerca de la mesa de todo esteta o pensador, el insigne escritor anotó que, al contemplar la lejanía, nuestros sentimientos, libres de sí mismos, se despojan de la vulgaridad y la cáscara, se vuelven más fluidos, se expanden y «se convierten en región etérea, teñida de cielo»[vii].

Se entenderá por qué sentí la invasión del banco de Loiba como un atentado más grave que el de las Torres Gemelas. Mil veces a lo largo de la historia se ha asociado la inspiración literaria con tales lugares hasta el punto de haberse defendido que «el escritor busca la soledad fértil»[viii]. Leopardi, por ejemplo, no pudo por menos de vincular la poesía al tedio y a la soledad del infinito abierto. Del mismo modo que intuimos estrechos vínculos entre el banco solitario y el quehacer filosófico.

Hace poco recordaba en otro lugar que Nietzsche, como los peripatéticos, apostó por un pensamiento nacido del movimiento. Ahora bien, sin dejar esto de ser cierto, ¡cuánto encontramos en pasajes suyos de tranquila contemplación! Por ejemplo, aquel en el que dice:

«En ciertas comarcas de la naturaleza nos descubrimos a nosotros mismos con un estremecimiento agradable; esta es para nosotros la forma más bella de tener un doble. ¡Cuán feliz debe ser el que pueda tener ese sentimiento, aquí mismo, en esta atmósfera de otoño constantemente soleada […] y reconocerse en el carácter risueño y serio a la vez de las colinas, de los lagos y de los bosques de esta meseta, que se extiende sin temor al lado del espanto de las nieves eternas […]!»[ix].

Siendo así, es decir, siendo verdad que hasta el filósofo más inquieto supo disfrutar de los valores del reposo sereno, ¿qué no encontraremos en los demás?

Efectivamente, podríamos configurar una larga genealogía de los vínculos entre los miradores solitarios y las distintas filosofías. Sea como fuere, merece la pena sintetizar e invertir el orden cronológico para retomar el de las experiencias infantiles descritas. Decía que, desde niño, noto cómo a menudo la soledad da paso al tedio, y el tedio a la imaginación. Sin duda, algunas veces, el hastío anuncia cierto angustioso vacío. Pero, con frecuencia, funciona como la antesala de todo un mundo (re)creativo. Pues bien, merece mantenerse este orden para mostrar de qué modo muchos filósofos han insistido en ambas facetas.

Por un lado, el pensamiento del siglo XX supo sugerir el papel del banco solitario a la hora de filosofar en unos términos que encajan con los del mentado vacío existencial. Piénsese en Heidegger o en Sartre. El alemán, en un famoso curso impartido en Friburgo entre 1929 y 1930, desarrolló toda una teoría del aburrimiento [Langeweile] como sentimiento epocal. Pero, para empezar, partió de una experiencia suya muy concreta y muy real, a saber, la de quedarse tirado en el banco de una estación solitaria a la espera de un tren que no llegaba jamás. Sólo después formulará la tesis del aburrimiento como constelación afectiva que impregna una época histórica en la que cada momento se hace largo, pesado y denso a causa de una técnica de la que dependemos y nos tiene a sus expensas, como en vilo[x]. De modo parecido, será Sartre el que en La náusea ubique en un banco del parque su experiencia de ese tedio y esa angustia radical. Ahora bien, la obra del francés nos permite evolucionar porque lo cierto es que, al final, el tedio y la angustia sirven de acicates para que el protagonista se lance a novelar[xi]. No en vano, yo lo entiendo porque, a menor escala, fue así como en mi infancia viví los solitarios momentos de agudo aburrimiento: como preparación para esos accesos de ensoñación y clarividencia que siempre he apreciado como si fuesen mis compañeros.

Dicho esto, ¿no cabría explicar la tradición idealista de la contemplación como muestra, no del acceso a ninguna verdad, sino a la más viva ensoñación? Al respecto, me parece fascinante la etimología del verbo contemplar que conviene asociar a aquel rito antiguo que tenía lugar ante el templum [τέμενος] y en el que se imponía el disfrute de los inmutables ritmos perpetuos en las despejadas noches del Peloponeso[xii]. No por casualidad, la gnoseología platónica sería un modo de interiorizar la cosmología, pues Platón siempre estuvo convencido de que más allá de los cometas se hallaba el reino tranquilo de las esferas, reino de las ideas que a la luz de las estrellas saboreaba desde su banco tranquilo en el crepúsculo ateniense y a los pies de un modesto olivo.

Hoy sabemos con certeza que tales formulaciones no fueron contemplaciones sino sólo ensoñaciones y que lo que durante siglos se dio por bueno sólo eran especulaciones. Ahora bien, lo que importa para el caso es que también Platón necesitó un apartado banco para, más allá de los diálogos, quedarse admirado y modelar su θεωρία. Tanto para él como para Sartre hablar de tales experiencias resultaría complicado porque sabían que eran de todo menos algo sencillamente plano.

 
La foto de apertura es de Víctor Pérez Viqueira, de baleiro.org. La siguiente imagen reproduce las 10 primeras fotos que aparecen en Google al buscar «the best bench in the world». La última foto es de Manuel Sendón, Costa de Loiba, perteneciente al Proxecto Perimetral.

[i] V. David Foster Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, trad. Javier Calvo, Barcelona, Penguin Ramdom House, 2003, pp. 12-26 —1ª ed. en inglés, 1997—.

[ii] V. Roland Barthes: Roland Barthes por Roland Barthes, trad. Julieta Sucre, Barcelona, Kairós, 1978, pp. 32-33 —1ª ed. en francés, 1975—. En la página 32 dice: «De niño, me aburría y mucho. Esto empezó visiblemente temprano, continuó toda la vida, por rachas (cada vez más infrecuentes gracias, en verdad, a los amigos y al trabajo), y es algo que siempre se notó. Es un aburrimiento aterrorizado que llega al desasosiego: así es el que siento en los coloquios, las conferencias, las veladas en el extranjero, las diversiones en grupo: en todas partes donde el aburrimiento es visible».

[iii] V. Ramón del Valle-Inclán: La lámpara maravillosa, Madrid, Ed. Espasa-Calpe, 2002, pp. 79-80 —1ª ed. 1916—.

[iv] Que se puede traducir como: «La ociosidad de las reuniones resulta criminal por ser obligada, la de la soledad es maravillosa por ser libre y voluntaria». V. Jean-Jacques Rousseau, Les Confessions, Tome IV, Partie II, Livre XXII, Paris, Chez Firmin Didot Frères, 1833, p.227 —manuscritos originales redactados entre 1765 y 1770—.

[v] V. Gaston Bachelard: La poética del espacio, trad. Ernestina de Champourcin, México, F. C. E., 1975, p. 37 —1ª ed. en francés, 1957—.

[vi] V. Michael Jakob: Poétique du banc, Paris, Macula, 2014.

[vii] V. William Hazlitt: «Por qué nos gustan los objetos distantes» en El placer de odiar, trad. Maria Faidella, Barcelona, Nortesur, 2009, p. 49 —1ª ed. en inglés de 1822—.

[viii] V. Antonio Colinas: «El compromiso del escritor con su soledad» en El sentido primero de la palabra poética, Madrid, Siruela, 2008, p. 278.

[ix] V. Friedrich Nietzsche: El viajero y su sombra, II, § 338, trad. Carlos Vergara, Madrid, Edaf, 1999, p. 278 —1ª ed. en alemán, 1880—.

[x] V. Martin Heidegger: Los conceptos fundamentales de la metafísica, trad. Alberto Ciria, Madrid, Alianza, 2007. Para las tres formas del aburrimiento véanse las páginas 106 a 216.

[xi] V. Jean-Paul Sartre: La náusea, trad. Aurora Bernárdez, Madrid, Alianza, 1996 —1ª ed. en francés, 1938—.

[xii] V. Ernst Cassirer: «El mito como forma de intuición» en Filosofía de las formas simbólicas, Tomo II, trad. Armando Morones, México, F. C. E., 1998, p. 144 —1ª ed. en alemán, 1925—.