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Un tablao para Camarón

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En cualquier rincón flamenco es fácil toparse con alguien que diga haberse corrido una juerga con el cantaor. En un nuevo local de Barcelona que lleva su nombre se pueden encontrar experiencias más interesantes: buen flamenco y gente como Tío Candado, testigo de los últimos días de Camarón.

Estoy en Casa Camarón de la Isla. En ese ambiente tan calé, destaca un medio payo imponente. Me invoca desde su silla, me habla como si me conociera de siempre y sólo se levanta para que mire la uña de su meñique. “Es así de pequeñito”, dice clavándome los ojos y haciendo fuerza con ellos para que entienda la gravedad de lo que explica. “Es chiquito pero hay metástasis y es mortal”. Habla del tumor que mató a Camarón de la Isla y lo describe en presente porque no está recordando: está reviviendo el día que en la Clínica Mayo un médico les dijo que lo que consumía al cantaor no tenía cura. Y lo vuelve a vivir cada vez que lo cuenta. Le llaman Tío Candado pero se llama José y en su casa pasó sus últimos días el cantaor de la Isla. Yo ya lo sé cuando me estrecha la mano el día en que se cumplen 23 años del adiós a Camarón y contesta a preguntas que no le hago.

Unos días antes de ese aniversario, han abierto este local en Barcelona, que quiere ser un altar con forma de tablao. Pocos fuera del mundillo saben que es un sitio de estos. Lo intuyo porque cuando les cuento a unos amigos donde voy, leo en sus caras lo que están pensando: que esta noche me coloco la peineta y me lanzo a la barbarie. No les culpo, pues la pasión de los hosteleros por el guiri ha menoscabado el valor de muchos escenarios como éste. Y lo cierto es que en estos sitios se cocina muchas veces cosa fina. El mismo Camarón pasó por esa escuela y en tablaos está grabando una estrella de ahora su próximo disco: Arcángel. Lo hace para recordar la importancia histórica de estos lugares y para reivindicar la distancia corta en un arte que ya se ha acostumbrado al gran teatro y a tener muy lejos al aficionado, temido por insobornable. Sí, es así, el amante de lo jondo se puede equivocar pero rara vez se engaña. Y es algo que no tiene mérito pues un yugo así no se construye, con él se nace.

Me gusta la entrada: no hay barreras que impiden ver al que pasa lo que se cuece dentro. Hay un photocall y una barra de bar y veo mesas donde cena gente. Por la sala hay público esperando que empiece el espectáculo y artistas calentando las manos, los pies y la garganta para ofrecerlo. En las paredes miro las fotos y dentro de uno de los marcos encuentro un papel con la letra irregular de Camarón junto a la seductora caligrafía de Rocío Jurado dando las gracias a la Venta de Vargas. En las palabras del cantaor hay un tachón y tres faltas de ortografía, lo que conduce mi mirada a otra foto donde posa José con Rancapino, el cantaor agramatical.

Unas extranjeras comen tortilla de patatas y jamón antes de entrar a ver lo que les depara la noche y veo al personal, aún inexperto, moverse por el local. Simón Montero, el responsable de todo esto me dice que quieren aportar algo diferente al panorama flamenco de Barcelona. “Queremos hacer algo distinto, no sólo para turistas, que también. Por eso tendremos jam session a diez euros para que los de aquí se acerquen a este arte”. Eso sí es una novedad pues a excepción del JazzSí Club, ningún otro lugar ofrece un buen espectáculo por tan poco dinero a los de casa. Tengo curiosidad por ver lo que hacen y nada más salir los músicos a escena, me relamo. Simón Román, que viene de sorprender en la Suma Flamenca de Madrid aparece con su enorme voz acompañado de la media garganta de Blas de Córdoba, tan camaronera.

Vienen con cuadro completo, es decir, cante, guitarra, percusión y baile, el de Nino de los Reyes y Triana Prats. Es más entretenido, no hay duda, pero recuerdo aquella escena en blanco y negro de Camarón con Paco Cepero en el tablao Torres Bermejas de Madrid donde no hacía falta nada más que esos dos tipos para poner al público al borde del delirio. Me pregunto si ese grupo de extranjeras saben que encima de esa tarima está uno de los mejores percusionistas del mundo: Piraña, que es junto a José Tobalo el director artístico de todo lo que están viendo. En este tablao montado por gitanos, hay calés en cada esquina. En primera fila, hay uno recién nacido, inmune al elevado volumen de la sala. Su madre lo mece pero su vaivén es redundante y él gira su cabeza de pocos días hacia el escenario del que salen sobre todo letrillas de Camarón. Así se nutren los flamencos que ya han salido del vientre.

En medio de la sala está sentado Tío Candado. No destaca por su estatura, ni por sus enormes patillas blancas, tampoco por el aire de mando que desprende. Lo que empuja a observarlo es la manera reverencial con la que los jóvenes se inclinan para besarlo o abrazarlo, con la misma expresión corporal y el tono de voz que usan cuando hablan de Camarón. El hombre los bendice, les habla, les da órdenes sin decirlas y los despide. “Parece que no quede nadie que no haya esnifado con José o se haya fumado un porro”, dice algo molesto quien fuera su confidente. Obviamente, toparse con el hombre que lo metió en su ataúd es una experiencia muy distinta a la de oír por enésima vez las historias, sospechosas por idénticas, de los muchos que dicen haberse corrido una juerga con Camarón.

Los allegados de Tío Candado lo presentan como médico y mánager del artista aunque no fuera claramente ni una cosa ni la otra. “Yo estudié Medicina pero no ejercí. Preferí meterme a funcionario”, dice pícaro. Muchos lo respetan, algunos lo critican y todos saben que fue la persona más cercana al cantaor de San Fernando en sus últimos meses de vida. Esa cercanía con el genio lo ha llenado de gracia a ojos de los gitanos que como Simón Montero no llegaron a conocerlo. Pero esa bendición es también una carga: “Esa losa la llevaré encima toda la vida”, dice este hombre mostrando su yugo particular.

“Camarón, que es de la bahía de Cádiz, va a morir en las montañas terrosas del hospital Can Ruti, en Badalona. También será en Barcelona, en el Molino, donde Enrique Morente dé su última actuación. Barcelona es la novia cadáver del flamenco”. Esto lo escribió Javier Pérez Andújar en Paseos con mi madre y al recordarlo llego a comprender que se le abra una casa a Camarón en la ciudad que lo vio morir antes que en la que lo vio nacer. Parece una forma de resucitarlo cada noche y deshacer el agravio. Pienso en esto mientras hablo con Montero en una sala rodeada de celosías brocadas con el mismo tatuaje que llevaba Camarón en su mano izquierda: una media luna y una estrella de seis puntas. “Para nosotros es un orgullo honrarlo de esta manera”, dice Simón, que es presidente de la Federación de Entidades Gitanas de Cataluña y que al día siguiente inaugurará el festival flamenco de La Mina, un barrio muy alejado del núcleo turístico cuyo busto dedicado al cantaor recibe de vez en cuando la visita de algún peregrino.

“Barcelona siempre amó a Camarón y a él le encantaba esta ciudad. Es importante que tenga aquí un lugar donde se le recuerde y se le honre. Su familia ha colaborado en todo y ha cedido muchos de los objetos que pueden verse en el local. Ahora queremos abrir más casas como ésta por el mundo”, dice Montero. Habla de  Madrid, pero sobre todo de Japón, Francia, Inglaterra e incluso Catar. “Es que en el extranjero se valora lo jondo más que aquí”, responde Montero haciendo uso del yugo que impide al flamenco engañarse.

 

Imágenes:

1. Camarón de la Isla. Festival del Arte Flamenco de Mont de Marsan, 1990, por Jean-Louis Durezt
2. La puerta del garaje de Casa Camarón