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El 27

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Hablar del 27 es hablar del autobús con más pasajeros de Madrid. Un autobús importante en la vida madrileña. Recorre la Castellana desde Atocha hasta la Plaza de Castilla y articula el gran eje norte-sur. Lo hace por un carril bus que comparte pero que hace suyo. Su tamaño, es un autobús oruga, marca diferencias con el resto. Aunque es verdad que no es el único autobús oruga que queda ─hubo varios─, y desde Embajadores, donde arranca su recorrido, a Cibeles coincide con otro gran paquidermo como el 34, que viene desde Carabanchel. Un peculiar matiz los distingue en la forma en que afrontan Atocha. Van juntos delante de La Casa Encendida y el Circo Price, pero el 27 se aparta por José Antonio Armona para atacar Atocha desde el Paseo de las Delicias y, sin embargo, el 34 pasa por delante del edificio de Nouvel del Reina Sofía y entra en Atocha con el mismo giro a izquierdas que usa el Circular.

Lo verdaderamente importante del 27 empieza con ese gesto que le permite recoger el aire único del Paseo de las Delicias. Una calle de la que no se habla lo suficiente y que merece reconocimiento por su amplitud, belleza y los ambientes que recorre. El punto Delicias le permite al 27 entrar derecho en Atocha. Una plaza despejada pero demasiado grande una vez que la estación ya no se abre sobre ella. La fachada de la estación, desde que el tráfico de trenes se mudó doscientos metros hacia el este, es un telón monumental que ni se comunica con la plaza ni le aporta los flujos de viajeros que deberían dar réplica a la fachada del Reina, los hoteles y los bares.

La situación cambia a partir del pico del Ministerio de Agricultura y lo hace con honores. En su lado de levante con Moyano, el Botánico, el Prado, el Ritz, etc. Pero también hay mejoras notables en la acera de poniente gracias a La Caixa y al Thyssen, aunque en ese tramo entre Neptuno y Cibeles la acera se queda pequeña. Sería bueno hacer algo que no perjudicara a Apolo y a ese parque en general tan mal cuidado. El fracaso de los planes del alcalde Gallardón hay que celebrarlo porque destruía en exceso, pero esperemos que algún día Madrid se tenga el cariño necesario para evitar esos momentos desharrapados que se producen en el corazón de una de sus mejores zonas. El 27 es testigo incómodo de la asimetría entre el camino de un lado, cuando sube hacia Neptuno y Cibeles por una amplia calzada  junto a una amplia acera y mejores edificios, y el del otro cuando baja hacia Atocha encajonado. Asimetría que sorprendentemente cambia de lado al cruzar Cibeles. Allí la Casa de América tiene una acera minúscula en la que parece que los autobuses te van a atropellar y se viaja encajonado hasta Colón sin que ni siquiera las amplitudes del Palacio del Marqués de Salamanca ni de la Biblioteca Nacional puedan conseguir que mejore el ambiente. En la otra dirección es el camino de Colón a Cibeles el que tiene aire abundante,  al ir los autobuses por el centro de la calle y no recargar el carril lateral.

Pero sin duda lo mejor que puede hacer el viajero es disfrutar de Neptuno, de Apolo y de Cibeles, que vertebran un Madrid neoclásico y racional. Alguna vez se pensó disfrazar por carnaval estas estatuas, pero la ciudad no estaba madura. Quizá ahora, que el Ayuntamiento trata de sumarse al eje ilustrado afincándose en el antiguo Palacio de Comunicaciones, sea el momento de volver a intentarlo. Del mismo modo no sería mala idea que por cuaresma se envolvieran monumentos como el de Eugenio D’Ors frente a la puerta de Velázquez del Museo del Prado, que nos trae efluvios de tiempos oscuros. Utilizar estatuas y monumentos para intervenciones artísticas ayudaría a valorar los paisajes urbanos.

Ya cerca de Colón, la Biblioteca Nacional es emblema olvidado del Estado liberal que la fundó y que puso su primera piedra antes de que se tirara la tapia y el edificio se constituyera en la bisagra urbanística entre el Madrid de Carlos III y el barrio de Salamanca. Un edificio bifronte: por el otro lado se llama Museo Arqueológico.Tiene una escalinata extraordinaria en la que se celebró un concierto de hip hop con motivo del centenario del Quijote. Allí triunfó la fuerza escénica de El Langui abrazado para siempre a las figuras en piedra de San Isidoro y Alfonso X el Sabio.

En la puerta del viejo caserón, o mejor junto a la reja, hay siempre movimiento de autobuses. El 5, el 14, el 27, el 45, el 53 o el 150 se reparten viajeros que se dispersan por Madrid y eso que el 37 se separa del resto justo en la esquina de Villanueva para hacer una interesante diagonal hacia la Plaza de Olavide y la calle del General Álvarez de Castro. La relación de la Biblioteca con los autobuses que pasan frente a ella es solemne y oficial. Los pasajeros escuchan su nombre cuando el locutor anónimo señala la parada y la Biblioteca despliega sus carteles  y, como sin querer, se dirige a todos los que pasan por delante.

Una vez cruzado Colón, sobre cuyo último arreglo conviene no decir nada, hay un tramo de la Castellana equilibrado y sensato. A pesar de algunas aceras pequeñas siempre hay a mano un espacio alternativo. El pasajero que viaja en el lado derecho del autobús podrá disfrutar de algunas celebridades madrileñas. Embassy, el Villamagana, el  museo de escultura al aire libre, que supuso en el tardofranquismo un pulso de la ilustración a la carcundia, y la puerta de la residencia del embajador de los Estados Unidos ya, prácticamente, en la plaza de Castelar.

Por Emilio Castelar se cruza la singular pareja del 16 y el 61 que se llevan al 5 hacia Chamberí. También hay mucho que mirar si uno se entretiene con el monumento. Está lleno de historias. Pero desde hace unos años el edificio que construyó Catalana de Occidente merece una especial atención, sobre todo cuando sus cristales se incendian con la puesta de sol e inundan de color toda la plaza.

Entre Castelar y el Marqués del Duero el camino se maneja con orden. El arranque de la calle López de Hoyos o la Embajada de Portugal merecen una mirada. La plaza de Gregorio Marañón, que ahora tiene metro con unos murales horrendos alusivos al doctor, encierra muchos secretos, entre ellos a quién señala el general a caballo. Cuesta un atasco cruzarla porque el flujo de tráfico que viene de José Abascal suele ser denso. También es numeroso el tráfico de la Castellana que gira a la derecha para buscar la salida de Madrid por la Avenida de América. Una vez cruzada la plaza, el callejón sin nombre que inmortalizó Javier Marías precede al Hispano, que poco a poco fue creciendo y opacando a la House of Ming. Un mito cuando en Madrid apenas había restaurantes chinos y no era habitual, como ahora, encontrarse con palabras en inglés en la señalética callejera.

De todas maneras es injusto olvidar que ese señor a caballo es el marqués del Duero, ilustre militar que levantó el asedio de los carlistas a Bilbao, cuyos restos descansan en el Panteón de Hombres Ilustres cercano a la estación de Atocha. Quizá sea hacia allá que señala su mano, quizá sólo quiera acompañar el tráfico con su gesto, aislado en su rotonda y sin ninguna información que explique su presencia.

Luego viene el jardincillo con la estatua que la broma madrileña denomina “la huida a Egipto”, aunque es Isabel la Católica, y el discreto monumento a la Constitución que nadie echaría de menos si desapareciera. Aquí la Castellana, por un instante y sin casi ruidos, tiene su momento castrense con la escuela del ejército de un lado de la calle y el cuartel del estado mayor, con su garita en la proa del edificio, que ocupa la esquina de Vitruvio del otro. El primero fue Escuela de Sordomudos y ahora sirve para que estudien los militares y el segundo es un moderno edificio de Gutiérrez Soto donde los militares hacen sus planes. Desde lo alto, al punto castrense da buena réplica el que fue el Palacio de la Industria y las Bellas Artes y hoy aloja el Museo de Ciencias Naturales y la Escuela de Ingenieros Industriales. Más allá esa otra cosa indefinible de los Nuevos Ministerios que podríamos asociar a los aspectos autoritarios y totalitarios de las vanguardias. Un racionalismo capaz de aplastarte sin remilgos ni segundos pensamientos. La acera peatonal de los Nuevos Ministerios es fría como ella sola y muy distinta a la de enfrente donde sus discretas bocacalles conectan con la colonia Residencia y una zona amable de chalets y calles arboladas.

El puente que cruza para unir Joaquín Costa y Raimundo Fernández Villaverde marca una frontera y trae nostalgias, por su grisura, del puente blanco e ilustrado de Juan Bravo. La Castellana es otra a partir de ese punto aunque algunos prefieren poner la linde en la plaza de San Juan de la Cruz. Desde el 27 la división se vive ahí. Con ese Corte Inglés abusivo que no consiguen compensar ni el edificio de Sáenz de Oiza ni la discreta Torre Picasso. Más allá el Bernabéu. En días de partido transforma sus alrededores pero cuando no hay espectáculo es una mole de cemento gris sin gracia urbanística ni arquitectónica. A su manera tapona los aires frescos de Concha Espina y los que podría comunicar esa calle con forma de anguila sinuosa que es el Paseo de la Habana.

Sin embargo, aunque desde el 27 ese fenómeno es apenas perceptible, el Bernabéu se transforma cuando entra en juego la perspectiva desde General Perón. Los aires argentinos iluminan el estadio. Por obra de Di Stefano, o por algún otro fantasma blanco, se aprecia su grandeza de gran circo donde el 27 bate sus records de usuarios cada día de partido.

La plaza de Cuzco, demasiado rotunda, carece de alma. Quizá porque el protagonismo de los ministerios de Hacienda y de Comercio concuerde con eso o porque es una plaza diseñada para el servicio del tráfico de vehículos sin ningún detalle hacia los peatones. Esa severidad domina el recorrido y anuncia la Plaza de Castilla. El 27 ha visto transformarse la plaza. En los sesenta era la parada de metro final de la línea 1 que venía desde Portazgo. Destartalada y pobretona, con sus descampados, sus camionetas de salida hacia la carretera de Burgos, sus charlatanes y su tráfico intenso. De lo que hay ahora sólo sigue el depósito de agua y el monumento a Calvo-Sotelo. Era el ambiente más popular que frecuentaba el 27. Tanto o más que Embajadores. Un extremo de la ciudad con todas sus consecuencias. Luego empezaron a poner cosas. Alguna tan civilizada como el pabellón de deportes del Madrid, donde primero se vio baloncesto y luego conciertos de rock. Se levantaron el edificio de los juzgados, las torres Kio y el tornillo de Calatrava, ejemplo máximo de hasta dónde puede llegar Madrid en su necedad. Se urbanizó todo su entorno y el mundo dio varias vueltas. En alguna de ellas desapareció el Ya de la calle Mateo Inurria, se inauguró la estación de Chamartín y el final de la calle Bravo Murillo se mantuvo como la única conexión con los aires clásicos y populares. En todo ese tiempo el 27 creció, se estiró como su forma de oruga sugiere  y sigue dando la vuelta en este punto de la ciudad donde se superponen desordenadamente el Canal de Isabel II, el sistema radial de carreteras y trenes, la guerra civil, la especulación inmobiliaria y el descerebramiento del siglo XXI. Todo ello junto a los juzgados que prefieren no pensar qué representan.

El 27 es poca cosa en esta gigantomaquia. Da la vuelta y descubre, como los ciclistas de la vuelta a España, la suave cuesta abajo. Nadie sabe por qué pero en ese trayecto hacia Embajadores apetece menos mirar hacia afuera y se mira más hacia adentro. El autobús como habitación es otro tema.

 

En portada, 'Amanecer en Plaza Castilla', fotografía de Juanma Caldas. De arriba abajo, vista aérea del Paseo del Prado entre Neptuno y Cibeles; cartel anunciador de una exposición de carteles en la Biblioteca Nacional; arquería de Nuevos Ministerios; depósito del Canal de Isabel II y monumento a Calvo-Sotelo en la confluencia de la Plaza de Castilla con Mateo Inurria, fotografiados por Mercedes Blanco