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Mallorca, una historia de violencias

Serie de crónicas sobre la España actual. Segunda entrega
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David Bestué y Andrea Valdés prosiguen su serie de artículos sobre la España actual con la que pretenden dar voz a gente diversa y explorar temas como la tradición, la fealdad o el impacto de la tecnología. Su segunda parada fue en Mallorca, con el escritor Agustín Fernández Mallo, y la hizo sólo Andrea Valdés.

Justo antes de ir de visita a Mallorca, le propuse al escritor y poeta Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) quedar un rato y compartir su visión de la isla. Aunque ya lleva casi dos décadas viviendo ahí, me advirtió que si buscaba algo verosímil quizás no era la persona adecuada, porque su idea de la isla era muy personal y seguramente no muy realista. Sabiéndolo, le propuse continuar la conversación, que tuvo lugar en la terraza del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo Es Baluard. [A. V.]

Para empezar, ¿qué te trajo a Palma de Mallorca?

—Yo había acabado la carrera y trabajaba como radiofísico en el Centro Oncológico de La Coruña, pero me quería cambiar a un hospital público. Entonces había varios puestos en toda España porque en mi profesión éramos muy pocos. Podía haber ido a Bilbao, Barcelona, Cáceres…, pero elegí Palma. No conocía Mallorca. De hecho, lo único que sabía era lo que salía en los telediarios donde se veían playas llenas de gente y al fondo esas construcciones setenteras, que siempre me han gustado. Me dije ¿y por qué no?, pensando en que me quedaría un año, pero me fascinó en seguida.

¿Por qué?

—Mallorca es como una península ibérica pero en pequeñito. Tiene sus montañas, en invierno nieva, hay playas tipo caribe o con rocas, también hay mucho llano… Luego me interesó el carácter de la gente que es bastante parecido al gallego. Me refiero a la indefinición. El mallorquín nunca llega a decirte las cosas a las claras. Da rodeos, hace circunloquios… El gallego es muy parecido. Me refiero al tópico de encontrártelo en una escalera y no saber nunca si sube o baja. La confrontación es rara. Es cierto que a muchos les cuesta adaptarse, pero yo creo que, a la larga, lo acabas agradeciendo porque también hay un refinamiento en eso. Una compasión. Un “vamos a intentar a hacer todo esta mierda un poco mejor…”.

¿Pero cómo explicarías que se den estados semejantes en lugares tan alejados?

—No sé si el hecho de que sea una isla tiene algo que ver, porque Galicia a su manera también lo es. Una parte importante da al mar, otra a Portugal y está separada de la península por una cadena montañosa. Cuando llegas, te da la impresión de estar en otro lugar. Hay leyendas, cierta extravagancia, festivales de música que se hacen en cuadras… Aquí pasa un poco igual. A Antònia Font, el dibujante Pere Joan o el escritor Cristóbal Serra sólo me los imagino en sitios como éste, que generan sus propias marcianadas, porque son lugares cerrados.

Es raro poder entrar en una familia mallorquina, de las de toda la vida. Yo mismo soy y seré el foraster, pero esto es algo que atraviesa todas las capas sociales. No sólo afecta a una parte. Se hacen grupos y se protegen unos a otros, como en los clanes. A algunos puede parecerles claustrofóbico. No es mi caso.

Es curioso que lo describas como un sitio cerrado cuando hay tanta gente de fuera.

—Eso es algo que me encanta. La idea de un mundo cerrado y abierto a la vez, o pensar que aquí se vieron los primeros bikinis de toda España, que la isla (con todo lo que tiene de tradicional) conviviera con esa modernidad que entra a través del turismo. Al principio era súper exquisito, de estrellas de cine a lo Errol Flynn, pero luego llegaron las masas, y aunque los que se quedan a vivir suelen tener cierto poder adquisitivo y vienen en un plan tranquilo, también hay partes muy decadentes. El Arenal, Magaluf…

¿Has ido alguna vez de fiesta por esas zonas?

—De fiesta no, pero durante el día he hecho mil fotos. Me interesa la arquitectura, ese palimpsesto de capas y capas. Construcciones de cierta aristocracia y, de repente, encima o medio adosadas, ves construcciones de playa setenteras con aluminosis y capas de bazares chinos que a su vez están cerrados y a los que han superpuesto, no sé, otros chiringuitos. Es una monstruosidad, un delirio estético.

¿Y has incorporado esos paisajes en tu ficción?

—Alguna vez. En Limbo cuento que voy a grabar un disco con mi amigo Joan Feliu que vive pasado Marivent, que es donde está esa zona. En invierno es la zona Ballard, así, tan distópica… Parece un fragmento de sus novelas, pero vamos, es algo muy puntual de la isla.

Por lo que tengo entendido, Deià sería el contrapunto de toda esa decadencia. No sé por qué pensé que vivías ahí en vez de Palma.

—A lo mejor lo relacionas con el acta notarial que abre Joan Fontaine Odisea porque lo escribí ahí, en una casa en la que viví cuatro años. Era muy bonita y grande, pero no había calefacción y en Deià hace mucho frío en invierno.

Ahora entiendo por qué le dedicas el libro a la General Eléctrica España…

—Es que iba todo el día con abrigo, parecía un aristócrata arruinado. En esa época leí mucho, luego vendí la casa porque me acabé cansando de aquel pueblo. Digamos que no me parecía normal salir a la calle y poder comprarte una joya de 20.000 euros y no dar ni con una puñetera ferretería para un par de clavos. Con esto no quiero decir que el pueblo no merezca la pena. Es pequeño, bonito y muy cuidado, con hippies de otra época y gente muy rica. La primera y única fiesta a la que fui parecía un casting de una película de Fellini. Lo mismo podías charlar con el príncipe de un país que ya no existe como con Mati Klarwein, que es el tipo que le hacía las portadas a Miles Davis. Mis vecinos eran los hijos de Robert Graves porque Deià también es estar tranquilamente desayunando en tu casa y que desde le calle te saluden Annie Lennox o Lou Reed, así como si nada. Eso puede ser divertido cuando estás de visita, pero al cabo de cuatro años ya no puedes más (risas).

Citas a los Graves, imagino que el rollo del escritor que busca su musa primordial te queda un poco lejos. Vamos, que cambiaste La Diosa Blanca por la Nocilla.

—Desde luego yo me aproximo a la escritura desde otro lado. Es estar en casa y, mientras se fríe el huevo, pensar algo. Si lo preparo de antemano no sale. También es cierto que en Graves hay mucha teoría inventada, lo cual me parece estupendo.

Viniendo hacia aquí leía Huesos de sol, de Andreu Vidal, que es un poeta bastante interesante, enamorado de Paul Celan. Tiene algo hermético y siniestro pero a la vez muy solar. Me hizo gracia saber que el nombre de uno de los dioses que menciona en sus poemas se lo había inventado. Lo sacó de la marca de sus llaves. Me preguntaba qué relación tienes tú con los objetos, porque tú no los escondes, los citas directamente.

—Es cierto. Una cosa recurrente en mi poesía es el ángel que existe en las cosas y en la materia, ¡por algo soy físico! Aunque también hablo del ángel de la bollería industrial… A veces me molesta un poco que se haga una lectura superficial del uso que hago de la sociedad de consumo. Si hablo de la Coca Cola no es para quedar bien, es porque me parece una mutación cultural única. Es decir, a diferencia de la Fanta, que busca emular al zumo, o el Nestea, que hace lo mismo con el té, la Coca Cola no se parece a nada salvo a sí misma. Es llevar al límite la mímesis aristotélica y esto, que puede sonar a chiste, a mí me parece una idea muy profunda. Digamos que sí creo en este tipo de trascendencia, pero porque está en mí, no porque atribuya un fuerza psíquica a las cosas… Detesto el new age.

¿Y qué más te cuesta?

—Las novelas de ciencia ficción. No me interesan nada, bueno, en general no me interesan las novelas. Prefiero el ensayo y la poesía. Un desarrollo científico puede estremecerme de una forma muy parecida, aunque igual desde fuera se ve de otra manera. Es como si un experto se planta frente a un cuadro de Botticelli y percibe algo colosal, de una belleza extrema, mientras que los que no sabemos de pintura nos remitimos a si es bonito o no. Hay ciertos códigos. Todo lenguaje los tiene, pero del mismo modo que hay buenos y malos poemas, también hay teorías que son auténticas chapuzas o de una belleza exquisita. Por eso siempre pensé que si algún día escribía, me gustaría introducir la ciencia en la poesía, pero no como argumento, que es lo que hace la ciencia ficción, sino como metáfora en sí misma. Ésa ha sido una de mis obsesiones.

Volviendo a la isla, ¿te has planteado alguna vez desde dónde escribes? Es que parece que proyectas desde un tiempo más que desde un lugar concreto. Quizás porque la posmodernidad, que tanto has reivindicado, nos permite recurrir a escenarios o estados que sólo hemos vivido parcialmente, a través del consumo, y a mí esto me parece un poco delicado, por el riesgo a caer en lugares comunes o no dar en el hueso…

—Veo por dónde vas, pero, si te soy sincero, cuando escribí el proyecto Nocilla yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Yo sólo era un tipo en el sótano de un hospital, que andaba construyendo su literatura totalmente ajeno a los centros de poder editorial. Ahora, cuando voy a Madrid o Barcelona, pienso que esos cinco días en los que no paro de ver a gente y oír chismes… me son más tóxicos que cinco años en la isla. Creo que no hubiera escrito todo lo que he escrito de no haber venido aquí.

¿Por qué?

—Igual es porque con la realidad yo tengo un problema. Soy muy agresivo con ella. Quiero decir que sólo me interesa como construcción. A veces me dedico a desmontarla o a crear otros mundos. Barreras de protección y acercamiento. Creo que al estar aislado en un lugar en el que no conocía a nadie y tenía sus propios códigos, me he visto forzado a investigar eso. Es decir, aprender a gestionar mi relación con el entorno de una forma más hábil, que me agreda menos a mí y a los demás.

¿Lees la prensa?

—No, nunca. Por ejemplo, sé que aquí en la isla ganó una coalición de izquierdas, pero si te soy sincero no sé quién va a gobernar y, si me preguntas por ministros, me costaría mucho decirte los nombres. Igual si me enseñas una fotografía…

Entonces si te pregunto cómo ves el panorama en España, tras las elecciones municipales y autonómicas y ahora las nacionales, te pongo en un aprieto.

—Tampoco es eso, pero la política no me interesa nada. Nunca me ha interesado. No me identifico con ningún partido porque lo que sucede en ese terreno no me gusta. Es agresivo y está tarado de base, porque toda ideología tiene pretensión de realismo y, como ya te he dicho, para mí el realismo no es más que una construcción del lenguaje. Basta con ver la televisión y oír hablar a un político. Te das cuenta en seguida del andamiaje que hay detrás de su discurso. A lo mejor, si me presentas algo más sesudo o trabajado me acerco, pero que me vengas con mensajes de Twitter… Por otro lado… (aquí se queda pensativo), ¿te lo digo o no? Es que puede sonar mal.

Inténtalo. ¡No será tanto!

—Quería decir que no me gusta, o mejor, desconfío de la masa como concepto, porque me parece una abstracción peligrosa. Entiendo que se emplee como un reduccionismo metodológico, para poder hablar de ciertas cosas, pero no estoy cómodo con eso de “la gente” dice o piensa… ¿Qué gente? Quizás por eso, cuando escribo, siempre aparecen una o dos personas, no más. Con esto no quiero decir que me parezca mal que la ciudadanía se implique políticamente. Esa implicación es tan necesaria como la de los abogados, los fontaneros o incluso más. La necesito, eso lo tengo claro, pero a mí no me busques ahí, en el terreno de la confrontación. Me cuesta, no lo entiendo.

Pero estarás de acuerdo en que el conflicto puede ser creativo.

—Sí, claro. Lo que digo que es hay que ser muy lúcido para entender cuándo se vuelve estéril y toca dar otro paso. No es cuestión de estar siempre peleándose. Por cierto, algo de lo que me di cuenta, y que tiene que ver con la materialidad del territorio y el estar en esta isla, es que cuando llegué aquí, yo, que soy del Atlántico, percibí una violencia brutal. Al principio no sabía por qué. En el Mediterráneo, el mar es azul turquesa, la gente se baña y no pasa nada… Luego entendí que tenía que ver con algo cultural. Es decir, me di cuenta de que el concepto que tiene Occidente de la belleza es un concepto fraguado en la Grecia clásica y en una serie de guerras y guerras que ha habido en el Mediterráneo. Si lo piensas, es el océano más violento que ha existido, y esa reverberación o eco cultural es lo que yo percibí. A su lado el Atlántico es como un dinosaurio que mueve la cola de vez en cuando, pero que está dormido. Sé que esto puede parecer extraño, pero me abrió la puerta a una serie de claves culturales. Entendí muchas cosas de nuestra civilización y los conceptos que hemos ido heredando. No es que no los conociera antes, es que las percibí en mi propia carne y eso fue algo bonito para mí. De hecho, fue ese agujerito por el que me colé en esta isla el que me ayudó a ubicarme.

 
Las fotografías de Mallorca son de Agustín Fernández Mallo. Su retrato, de Aina Lorente.