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La Habana en silencio

Primeras horas sin Fidel en el corazón de la isla
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Fidel ha muerto. Estupefacción, incredulidad, pasmo, silencio. La esperada noticia, por la longevidad de su protagonista, parece que coge desprevenidos a los cubanos. Están helados. A todo aquel que se le comunica la noticia cree que es una broma. La calle es un desierto, no hay luz en las casas. Todo está cerrado.

La noticia me pilla en un concierto de Albert Pla en la Fábrica de Arte Cubano, el local más cool de La Habana; la cola para entrar es kilométrica. A las 00:30, cinco minutos después del final del concierto, tiempo justo para pedir una copa, cierran barras inesperadamente y desalojan. Un camarero nos da el notición. Se me acelera el corazón. El momento histórico llegó. Me giro y veo las caras de los cubanos que me rodean: congeladas, incapaces de articular. Se quedaron mudos. Algunos llaman a sus casas; ahí nos enteramos. Raúl Castro acaba de comunicarlo por televisión. Al otro lado del teléfono, sus madres llorando. Otros optan por no llamar: es tarde y no quieren sobresaltarles.

Nos decidimos a coger calle para vivir la reacción y nos encontramos con silencio. No pasa nada. El malecón está vacío. No hay nadie en 23 y Malecón, lugar de encuentro gay, que un viernes cualquiera estaría a reventar. Ahora mismo hay veinte personas, entre policía y gente del partido. Caminamos y nos aventuramos a hablar con los pocos que nos cruzamos. Tres salvadoreños vinieron a cogerle el pulso a la ciudad después de enterarse en el Sauce, otra sala de conciertos del Estado: “fuimos a ver los Aterciopelados, de Colombia. Pararon el concierto, lo anunciaron por el micrófono y nos sacaron”.

Tres pescadores se hacen los locos cuando les anunciamos la defunción. No saben nada y no nos creen, “eso es mentira”. Después de mucho hablar, nos dan crédito y comentan que lo único que han notado es que hay más policía de lo habitual y que no hay un alma. Todo está cerrado.

Encontramos la tienda de una gasolinera abierta en Paseo, y a pesar de tener las estanterías repletas de Havana Club, dicen haber recibido órdenes de no vender bebidas alcohólicas. Al otro lado de la calle está el hotel Meliá Cohiba. El bar del lobby está lleno y no hay restricciones. Los extranjeros son especie aparte en este país. Además de copas, hay internet, a pesar de los rumores que cortaron la wifi de la calle. Los medios de todo el mundo ya lo anuncian en portada. Aquí no hay más información desde la aparición del presidente en televisión. En Radio Reloj, la radio oficial de noticias, silencio. Y la web de Gramma, el periódico oficial, colapsada.

Decidimos tomarnos algo. Ninguna de mis acompañantes brinda. Son treintañeras que han crecido con el mito. Una de ellas estuvo en el acto oficial del último cumpleaños del comandante en el teatro Karl Marx, este 13 de agosto. Él estaba sentado en primera fila viendo el espectáculo junto a Nicolás Maduro. Dice que fue triste, emocionante, que se le veía muy mal, llevado entre mucha gente, nada atento al homenaje que le estaban haciendo. Hablando descubren que todas ellas le enviaron una carta a Fidel de niñas, y que una recibió contestación agradeciendo la misiva de su parte. Crecieron rodeadas por su imagen, carteles en las tiendas, vallas publicitarias en las carreteras, posters en el cuarto, y sus abuelas venerándolo como un sex symbol. No cabe lugar a dudas que es un mito.

Rumbo a casa de madrugada divisamos desde lejos un oasis en un desierto, un grupo de gente en la esquina de 26 e Infanta, ambiente gay en la puerta de un bar particular donde hasta hace un rato vendían cerveza. Coincidimos con unos amigos que le están dando vueltas la ciudad en un Lada para ver el ambiente. Su impresión es la misma: silencio total.