Contenido

Fui piedra

Modo lectura

El exilio de la piedra es, en rigor, la pérdida del centro. Piedra en exilio, lapis exilii o lapis exilis […], una de las designaciones alquímicas de la piedra filosofal, según precisa René Guénon.
José Ángel Valente, La piedra y el centro

En el último episodio de “El ojo extranjero” hablábamos del tiempo: el cronológico y el atmosférico, unidos ambientalmente, como no podría ser de otra manera, en el espacio, con el que nos queda una cuenta pendiente. En un intento de saldarla, nada mejor que empezar por la cola del dragón.

Una amiga española que lleva viviendo en Brasil mucho tiempo nos contó una anécdota de cuando vivía en una ciudad del interior del estado de São Paulo. Allí, hablando con una amiga suya, comentó con sorpresa la cantidad y variedad de lugares de culto e iglesias diferentes que había en la región, a lo que su amiga le respondió: “Claro, es por la cola del dragón”. Ante la sorpresa de la inmigrante, la local procedió a explicar que, según X teoría, había un dragón que habitaba dentro de la tierra. Un dragón, por decirlo de alguna manera, “de energía”, y que la cola del mismo pasaba justo por allí debajo, generando así toda aquella efervescencia espiritual.

Muy lejos de pretender refutar esta teoría, nuestra intención es tomarla como punto de partida para una reflexión sobre ese fenómeno transformador que es imposible explicar apenas desde el punto de vista del “cambio cultural”: ese desplazamiento prolongado en el espacio (y en el tiempo) que, en aras de la comunicación, llamamos migración. Uno no es, qué duda cabe, el mismo “allí” que “aquí”, o “allá” que “acá”. Cambiamos los usos y las costumbres, pero cambiamos también en un aspecto que va mucho más allá de lo comportamental. En pocas palabras, uno conecta con cosas diferentes dependiendo de por dónde pisa. Resumiendo: no será lo mismo ir agarrado a la cola del dragón que montado sobre su lomo, por ejemplo. Además, nadie puede saber de antemano si semejante deporte de riesgo le va a gustar, o le va a convenir antes de probarlo, o si hubiera sido preferible haberse quedado bien guardado en el mismísimo sobaco del dragón.

Y PERDí MI CENTRO

En una célebre letra flamenca, una piedra es lanzada al mar y, como resultado, pierde su centro. O quizás primero pierde su centro y, de esta manera, acaba siendo arrojada al mar. En cualquier caso, al final la piedra acaba por recuperar su centro, aunque al cabo de mucho tiempo, y no nos queda claro dónde lo recupera exactamente. Nos gustaría pensar que la piedra en cuestión vuelve a su centro original, pero no hay ninguna prueba de que así sea, no hay manera de saberlo. Una piedra lanzada al mar da muchas vueltas antes incluso de sumergirse; incluso podemos imaginar perfectamente que rebota en el agua, desafiando en un primer momento, aparentemente, las leyes de la gravedad. Algo de todo esto resuena con otra cita de María Zambrano sobre la figura del exiliado, que se pierde “en el fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en un solo instante, sobrenadándolas todas. La historia se le ha hecho como agua que no lo sostiene ciertamente”[1].

Por mucho que las hayamos oído infinidad de veces, en cada nueva escucha algunas letras del flamenco parecieran responder a una situación novedosa. Esto se debe a que, en general, no estamos acostumbrados a escuchar esas “verdades como puños” que el cante flamenco nos arroja a la cara. Cuando oímos en la voz de la Niña de los Peines[2] la soleá “Fui piedra y perdí mi centro”, ¿a qué tipo de confesión estamos asistiendo?, ¿de dónde proviene tal desgarro, semejante concisión y sinceridad para con uno mismo? Está claro que el creador de esta letra no necesitó de psicoanalista para sintetizar de forma magistral un complejo proceso de formación de la identidad. Petrificación, lanzamiento, agua y centro: en estos “pasos” podríamos resumir la experiencia vital del emigrante.

¿Qué tipo de piedra sería ésta de la soleá de La Serneta? Cabe imaginar que hubo de ser un canto rodado perfectamente redondo, más bien plano, como esos que nos encontramos a la orilla de un río y que parecen diseñados expresamente para ser lanzados lo más lejos posible, arrojados por una mano siempre dispuesta a lanzar piedras. Todos hemos experimentado alguna vez, paseando por el campo o por la playa, esa alegría infantil al encontrarnos una piedra redonda, sin aristas, lamida por el agua, e inmediatamente la hemos tirado tan lejos como hemos podido. Estamos, por tanto, ante una piedra decantada por el paso del tiempo, pulida por el incesante ir y venir del agua. Una piedra perfilada y bruñida por ese elemento, símbolo de la vida, que a fuerza de tiempo y pertinaz obcecación es capaz de acabar modificando la forma de la roca más dura.

Pero, ¿por qué motivo puede una piedra perder su centro? Otra razón más para pensar que se trata de un canto rodado, ya que si tiene centro suponemos que su forma necesariamente ha de aproximarse a una circunferencia. Parece obvio, pero no olvidemos que el enigma siempre se acaba resolviendo por medio de los razonamientos más básicos y elementales, estilo Sherlock. Recordemos en este sentido el título de aquel libro de divulgación científica muy popular hace unos años que rezaba así: Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? (Jorge Wagensberg. Tusquets, 2002). Casi se podría decir que no hacía falta leerlo; ya el título en sí mismo resultaba tan sugerente que la admiración ante semejante hallazgo hacía prácticamente imposible abrirlo para leer el resto por temor a quedar defraudado.

Y ME ARROJARON AL MAR

En “El ojo extranjero” ya hemos dicho anteriormente que emigrar es retener la memoria del agua, como en cierta forma hacen esas rocas que se deslizan por el desierto con un movimiento bastante sobrenatural (ver la segunda entrega de esta misma serie). Ambas superficies —en las que perder o encontrar el centro— están en cualquier caso condicionadas por flujos y corrientes y están, como las dunas, como el “agua que no nos sostiene ciertamente”, en movimiento. Así pues, para delinear esta precaria, frágil cartografía, será preciso hacerlo marcando las corrientes con pequeñas flechas discontinuas y algunas espirales o remolinos. No descartamos lanzar al agua ese mapamundi esférico que nos regalaron de niños, el globo terráqueo, obligándole así a perder también su centro. La piedra como metáfora de la Tierra misma; y la Tierra como metáfora de la piedra.

Globo y piedra arrojados, en cualquier caso, lejos para volver a encontrar el camino de regreso al centro a fuerza, eso sí, de mucho tiempo, haciendo de la lejanía misma el camino, el lento y muchas veces doloroso proceso de este devenir-centro. Que ni pintado nos viene en este caso un aforismo de Kafka: “Tan fuertemente como la mano aprieta la piedra. Pero la aprieta sólo para poder arrojarla más lejos. Pero también a esa lejanía lleva el camino”[3]. Es precisamente en esa lejanía (en ese ser arrojada) donde la piedra recupera el centro; aunque para no hacernos muchas ilusiones al respecto, que quede claro que esto sucede sólo al cabo de mucho tiempo. Por otro lado, ¿de qué camino estamos hablando? Nos lo aclara el mismo Kafka en otro de sus aforismos de Zürau: “Existe una meta, pero no un camino; lo que llamamos camino son vacilaciones” (aforismo nº 26). ¿No sería ésta, justamente, la “metodología” balbuceante del emigrante?

En efecto, si por alguna extraña razón al emigrante le preguntaran alguna vez por una posible “metodología” en relación a su propia experiencia, no cabría otra respuesta más que ésta: una especie de “método cartográfico” que poco o nada tiene que ver con el mapa tradicional y mucho más con eso que se conoce como esquizoanálisis. Inspirado por Deleuze, Guattari y otros, este anti-método intenta a duras penas echar alguna que otra raíz rizomática en el mundo académico, que ante tamaña amenaza no para de echar cemento por donde pasan rodando estas rosas del desierto tratando de impedir que prolifere la “mala yerba”. En un libro que plantea varios abordajes cartográficos posibles de la investigación académica, Eduardo Passos, Virgínia Kastrup y Silvia Tedesco tratan de “realizar una revisión del sentido tradicional de método —no un caminar para alcanzar metas prefijadas (metá-hódos), sino la primacía del caminar que traza, en el recorrido, sus metas”[4].

Es por esto que, una vez instalados en nuestra condición de extranjeros balbuceantes, resulta muy difícil saber si se va a volver, o cuándo se va a volver, o cómo, o si resulta que al final va a acabar uno yéndose a otra parte, por mucho que, en el fondo, siempre desee “volver, volver, volver…”, como cantaba la inolvidable Chavela. Puesto que el emigrante tan pronto quiere volver como no quiere. Tan pronto le cae un relámpago epifánico como se deja arrastrar por una plácida corriente; tan pronto se le mete debajo de la piel el balbuceo y le obliga a bailar la danza de San Vito como la saudade le deja mudo. El camino está siendo re-trazado constantemente, las dunas se mueven, las corrientes arrastran y andar con el teodolito de la ceca a La Meca es tarea ardua. Más que mapear el territorio se trata de trazar una carta, siempre variable, de navegación en tierra.

Y AL CABO DE MUCHO TIEMPO

En la anterior entrega trajimos a colación otra canción firmada en este caso por el mito de la samba paulista Paulo Vanzolini, que dice más o menos así: “es de las conjunciones probables / de órbitas inestables / que yo me mantengo / y vengo rimando unos versos, / tropezando universos, / para encontrarte finalmente / en este tiempo cansado / que hay dentro de mí”. Todo este asunto de las conjunciones y las orbitas inestables —por no hablar de los universos— no puede sino recordarnos a otros tipos de mapas muy necesarios para la navegación: los mapas astronómicos o astrológicos, que “once upon a time” eran lo mismo, como el tiempo y el tiempo, que también fueron antaño (y quizás lo sigan siendo) una sola cosa.

Aquí en São Paulo la astrología tiene, sin duda, un papel importante en el día, ya que el tema de los signos zodiacales es bastante usado a modo de vaselina social, casi casi como substituto de las conversaciones sobre el tiempo (meteorológico). Suelen ser conversaciones más entretenidas, ya que hay conocimiento suficiente sobre el asunto para que salgan a relucir los ascendentes y lunas de cada quien, lo cual abre la conversación a la especulación y, por supuesto, a la burla, que forma parte del juego zodiacal consistente en la definición de una identidad siempre nebulosa afectada por disposiciones astrales, “tránsitos” variables que vienen y van e imprimen a su paso una predisposición existencial. Como decíamos, el “mapa del tiempo” es la sección más consultada de los periódicos junto al horóscopo, puesto que de alguna manera ambas son pretextos psíquicos para ayudar en la anticipación del futuro próximo, menos previsible de lo que nos gustaría, sobre todo dependiendo de en qué contextos nos encontremos.

En teoría, los mapas deberían servirnos para saber dónde estamos situados, y la localización estrictamente geográfica influye en esto sin duda, pero también todo su sub-texto y su sobre-texto. Podríamos decir que el sub-texto en este contexto sería la cola del dragón y el sobre-texto las constelaciones. Aquellas ciudades invisibles que no aparecen nunca en el GPS, pero que sin duda están ahí, con sus avenidas congestionadas y sus suburbios, y sus parques y sus bibliotecas de Babilonia, sus centros históricos devastados o disneylandizados, apropiados o expropiados… Nunca resultó el mapeamiento de estos territorios invisibles tan imprescindible como en el exilio. La pérdida del mapa “padre” (el gran mapa fálico que te dice en todo momento dónde estás ubicado exactamente) hace que nos veamos abocados a la búsqueda constante de otras coordenadas, obligados a sentir en el propio cuerpo los tránsitos inestables producidos por esta red invisible. Las alineaciones planetarias y sincronías pueden ser aliados imprescindibles para el emigrante, que se ve abocado a (pero también aprende las ventajas de) aprovechar conjunciones astrales y exprimir planetas como si fueran naranjas.

MI CENTRO VINE A ENCONTRAR

Sentir es pensar temblando.
José Bergamín

Para poder trazar una carta de navegación variable que nos sitúe en este nuevo espacio-tiempo, para poder ubicarnos en esta red invisible, deberemos permanecer en constante estado de vibración. La nueva cartografía supone pensar con todo el cuerpo, un cuerpo que necesariamente ha de ser a partir de ahora un “cuerpo vibrátil” (parafraseando a Suely Rolnik[5]). Éste es un concepto absolutamente clave a la hora de recuperar el centro. Pero cuidado: no hay que confundir el “cuerpo vibrátil” del que nos habla Rolnik con esas otras “buenas vibraciones” de las que nos hablan algunas de las banales filosofías new age. Nada de eso. Se trata más bien de esa otra vibración (o temblor) de la que nos habla Georges Didi-Huberman cuando intenta explicar el posible significado de eso que en el flamenco se ha dado en llamar el duende.

La enigmática letra de la soleá “Fui piedra y perdí mi centro”, en realidad, se remite a una piedra de molino que, desgastada por el tiempo, pierde literalmente el centro y por lo tanto el valor de uso, y es arrojada al mar. Sin embargo, por medio de esta imagen enlazamos con otra experiencia en la que sí existe la posibilidad de recuperar el centro. Desde aquí, esta letra reverbera directamente con nuestra experiencia migratoria. Por otra parte, también nos habla de la identidad de eso que para mal-entendernos, o para entendernos a medias, seguimos denominando como “lo jondo”. En su libro sobre el arte del bailaor flamenco Israel Galván, Didi-Huberman nos deja apuntada una perla de auténtica sabiduría jonda en una nota —casi podría decirse que nota marginal— a pie de página. “El duende, coges una piedra, la partes en dos, lo que en su interior tiembla en una milésima de segundo, eso es el duende”[6].

Sin duda ésta es una manera muy flamenca de decir algo: a pie de página. Lo esencial del asunto siempre se deja caer como a trasmano. Quien quiera entender que entienda, viene a decirnos el autor francés, que trae a colación esta maravillosa definición del “duende” atribuyéndosela al empleado de una ganadería de toros bravos, “un hombre de campo prácticamente analfabeto”, y la pone en relación con un texto de Beckett de 1945 titulado El mundo y el pantalón. “Aquí —escribe Beckett— todo se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Diríase una insurrección de moléculas, el interior de una piedra una milésima de segundo antes de desagregarse”. ¿Cabría establecer un paralelismo entre esta “insurrección de moléculas”, aquello que “vibra en el interior de la piedra” justo antes de partirse y “el cuerpo vibrátil”?

Empezamos la serie con la imagen de un ojo volador: la mirada aérea que mapea un territorio. Sin embargo, según hemos ido trazando esta precaria carta de navegación, el ojo ha ido perdiendo importancia a favor de otro tipo de experiencia, aunque sin duda este “arrojar el globo al agua” con el fin de obligarlo a perder su centro tiene todo que ver con la perspectiva inversa con la que comenzamos esta serie de ensayos. Lo visual ha dado finalmente paso a otras sensaciones (el frío, el calor, lo seco, lo húmedo, la experiencia del tiempo y del tiempo, y, por último, la más intangible de todas: la experiencia —temblorosa— de la experiencia). No es tanto el ojo el que da cuenta de estas ciudades invisibles, sino el resto del cuerpo vibrátil. ¡Atentos a lo que vibra en el centro de la piedra!

El ojo volador todo lo ve desde la perspectiva aérea y desde allí (en la distancia) dibuja paisajes abstractos de gran belleza que llamamos mapas, pero se olvida de mirar arriba hacia ese otro cielo, de mirar bajo el manto de la tierra. Y, en cualquier caso, no da cuenta de la realidad a ras de suelo, donde el ojo es sólo un instrumento más y el extranjero camina a trompicones (tropezando universos), tanteando el terreno (las conjunciones probables, las órbitas inestables) con sus manazas, balbuceando con todo el cuerpo (vibrando unos versos), para retomar, a fuerza de tiempo, su centro y para generar encuentros en el tiempo dentro de sí.

Si, en efecto, sentir es pensar temblando, sólo el cuerpo vibrátil será capaz de ofrecernos ciertas cartografías posibles: las de las ciudades invisibles.

 

Imagen de portada: Georgia O’Keeffe, Sky above Clouds III (1963).
Luego, de arriba abajo: Antonio J. Pradel, Canto rodado; The Zodiac and the planets, del libro francés de horas Le livre des propriétés des choses de Barthélémy l’Anglais (siglo XV); Joaquín Torres García, América invertida (1943).


[1] María Zambrano, Los bienaventurados. Madrid, Ediciones Siruela, 2004, p. 36.

[2] Mercedes Fernández Vargas, La Serneta, dejó su esencia soleaera en Pastora Pavón, la Niña de los Peines, que grabó esta letra por soleá acompañada a la guitarra por Melchor de Marchena en 1949. Esta letra de “Fui piedra y perdí mi centro” se le atribuye a la gran maestra jerezana La Serneta, que falleció en Utrera (Sevilla) en el año 1912. Pastora declaró en una ocasión que ella jamás imitó a La Serneta, aunque sí reconoció que cantó sus letras y siguió su estilo.

[3] Franz Kafka, Aforismos de Zürau. Madrid, ed. a cargo de Roberto Calasso, Sextopiso, 2005; aforismo nº 21.

[4] Pistas do método da cartografia. Vol 2. Porto Alegre, Sulina, 2014, p. 243.

[5] Ver Suely Rolnik, Cartografia Sentimental. Transformações contemporâneas do desejo. Estação Liberdade, São Paulo, 1989.

[6] Georges Didi-Huberman, El bailaor de soledades. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 123 [ver nota 3].