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La roca migrante

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¿Resultará excesivo este término, “revelación”, aplicado al exilio?
Hay ese riesgo cuando el tener algo por revelado se rechaza constantemente. (…)
Toda revelación ha de justificarse, ha de probar su derecho de ciudadanía.

María Zambrano, Los bienaventurados

Desde nuestro hogar/exilio brasileño, leemos en un periódico español que el territorio de la Península Ibérica se está “desertizando”[1]. Es un hecho que, de alguna forma, ya habíamos tenido ocasión de constatar por nosotros mismos: en España el desierto avanza de forma pertinaz. España siempre manifestó de forma latente y soterrada cierta vocación de desierto, una terca y obstinada propensión a la sequedad. Existe en la tradición cultural española una evidente fascinación por los espacios desérticos. Parece que la propia María Zambrano ya lo veía venir desde México. Hablando del exilio, decía la filósofa malagueña:

Sequedad de tierra sin agua, desierto sin fronteras y sin espejismos. El espejismo de la fuente que permite beber en sueños. Y no hay tampoco sueños del presente en los que se realice algo en compensación. El suceso es tan real, de un modo de realidad que tiende a lo absoluto y como tal tiene ya carácter de sueño del que solo se puede escapar despertando.[2]

Curiosamente, al hablar de su exilio, María Zambrano parece estar hablando de España, de la España actual incluso. Como si los españoles hubiésemos sido siempre, de alguna forma, exiliados dentro de nuestro propio país-desierto. “Destierros, pues, o exilios, reiterados exilios, característicos del ritmo respiratorio de la historia española hasta tiempos muy próximos. Destierro, exilio, expulsión: tal es la constante”[3], escribía ese otro exiliado impenitente que fue el poeta José Ángel Valente, quien acabó por descubrir su lugar, precisamente, en el desierto de Almería. Según escribe Valente en “Cabo de Gata” (un breve texto publicado dentro de su recopilación de ensayos recogidos bajo el título Elogio del calígrafo), “uno no escoge los lugares y las tierras: es escogido por ellos”.

La misma semana en que nos enteramos de que “el desierto avanza en España”, leemos otra noticia que dice que desde 1941 en España no sucedía lo que ha vuelto a ocurrir en 2015: se han contabilizado más muertes qué nacimientos[4]. Como decía José Mujica,  el ex-presidente uruguayo, “España lleva camino de convertirse en un cotolengo”, o, lo que es lo mismo, que el futuro que se le vislumbra al país es convertirse finalmente en una residencia de ancianos (con derecho a voto, sea dicho de paso). Según esta inquietante teoría, la bolsa de trabajo para los que permanezcan en España tendrá que ver, cada vez más, con la asistencia a la tercera edad.

Conclusión: efectivamente, el desierto avanza. Una vez hecha esta constatación, ¿cómo parar su avance o, si esto no fuera posible, cómo sacarle partido? ¿Qué horizonte vital pueden vislumbrar los jóvenes y quizás no-tan-jóvenes españoles que no estén en condiciones de partir para el exilio o que deseen volver, volver, volver? ¿Cómo es la vida en el desierto?

UN HORIZONTE SECO
En El horizonte negativo, Paul Virilio nos hace ser conscientes de la “progresiva desrealización del horizonte terrestre”. El pensador francés nos habla aquí de la “industrialización de la velocidad” y de la implacable tendencia en las sociedades contemporáneas a “institucionalizar la urgencia”. La velocidad, la inmediatez, la destrucción de la distancia, la pérdida de la dimensión geográfica, la abolición de la inmensidad del espacio…; todo ello parece reducir el horizonte a una idea completamente anacrónica y fuera de lugar. ¿Qué más da el horizonte en un mundo global? No obstante, el horizonte continúa siendo una experiencia fundamental vinculada al cuerpo, al movimiento y a la memoria. Al hilo de esta cuestión, cabe preguntarse: ¿no estaremos asistiendo en España —y por extensión en el sur de Europa— a la progresiva desrealización de nuestro horizonte vital? Hasta ahora, la salida más obvia ha consistido, como siempre, en la búsqueda de otros horizontes para desarrollar nuestras vidas de la forma más satisfactoria posible.

En la mayor parte de las películas en que se establece una relación directa entre el hecho migratorio y la obsesión por alcanzar  la tierra prometida —un imaginario del que América, América, de Elia Kazan, sería el exponente emblemático—, los héroes, a menudo viajeros a la fuerza, depositan sus esperanzas en un paraíso exterior a ellos, en un lugar de destino que está alejado (no solo geográficamente) de su origen y en el que las perspectivas de prosperidad deben redimirles, por fin, de las miserias que sufren en su propio país. En la película de Tony Gatlif Exils (2004), Zano le propone un proyecto de viaje a su compañera Naïma, una joven de origen argelino: se trata de atravesar Francia y España hasta llegar a Argelia, para que pueda conocer la tierra que sus padres tuvieron que abandonar forzosamente. Así es cómo reconstruyen el camino del exilio al revés. Este es justamente uno de los principales atractivos del film: esta inversión en la dirección del trayecto habitual cuando se plantea la búsqueda del paraíso. En la película de Gatlif el proceso es distinto: Zano y Naïma saben ya de antemano que no hay más paraísos que los perdidos, y su apuesta viajera tiene algo de juego, de desafío que les arranque del desencanto en el que viven instalados. Partir a la búsqueda de sus raíces étnicas se convierte así en un modo de romper la inercia propia del hastío vital y, de paso, en un intento por reconquistar su propia identidad perdida. En cierta forma, ambos acuden a visitar los recuerdos que no tienen, a vivir esa memoria paterna que ellos han proyectado a duras penas en su imaginario. Como toda película de tránsito, Exils tiende a tomar forma como un auténtico cuento iniciático, solo que su clave radica más en el redescubrimiento de ciertas potencialidades hasta entonces ocultas que en el puro descubrimiento de lo desconocido.

El espacio, según Doreen Massey (For Space, 2005), es básicamente una cuestión de trayectorias. Según su teoría para un espacio descolonizado, “el espacio es producto de interrelaciones. Se constituye a través de interacciones, desde lo inmenso de lo global hasta lo ínfimo de la intimidad”. Así pues, el espacio no sería otra cosa sino “la esfera en la que coexisten las distintas trayectorias”. Y, como el espacio se concibe y forma en función de esos cruces de caminos, siempre está en proceso de devenir, siempre está en abierto. En ese sentido, el camino de “regreso a las raíces” que veíamos en Exils no se plantea como una trayectoria lineal, un simple rewind, pues el camino sólo es camino en la medida en que este se cruza con otros.

En cualquier caso, no todos los cruces de trayectorias tienen aceras, pasos de peatones, y están perfectamente señalizados. Podría parecer que esta concepción del espacio le niega a los desiertos su derecho a ser justamente lo que son, es decir, espacios…,  cuando, de hecho, se dice que estos nos brindan una experiencia privilegiada del espacio. ¿Acaso en el desierto no hay horizontes? Quizás podríamos invertir la teoría de Massey y llegar a la conclusión de que, en efecto, no son sólo los encuentros los que generan el espacio, sino también a la inversa. De hecho, ella misma dice que “la multiplicidad y el espacio son co-constitutivos”. En este sentido, puede ser que en el desierto esta llamada (la del espacio) sea aún más poderosa: tanto que hasta obligue a las rocas a encontrarse las unas con las otras.

ROCAS DESLIZANTES
Para hablar de encuentros en seco nada mejor que las rocas deslizantes, fenómeno cuya existencia se ha comprobado en el Valle de la Muerte en California pero también en el Altillo Chico de la Mancha Toledana. No son simples cantos que ruedan empujados por un viento fuerte, sino auténticas rocas de hasta 300 kg. En el caso de Altillo Chico y de Racetrack Playa (y suponemos que de otros) se trata de lagos secos, y de hecho se ha descubierto hace unos años que las rocas deslizantes o navegantes (sliding rocks) se mueven por acción de placas de hielo que se forman durante la noche. Sin entender del todo el fenómeno, la metáfora que nos interesa (por ser absolutamente real), es que las rocas navegan por el desierto, muy lentamente, eso sí, aunque no tanto si consideramos que pesan y que, a fin de cuentas, son rocas. Ellas también tienen su horizonte, ellas también se encuentran, y, como dice la propia Massey en relación a otro fenómeno geológico que nada tiene que ver con éste, incluso las rocas migran.

En su estudio sobre la extranjería, Julia Kristeva dice que el encuentro compensa el nomadismo: “el encuentro equilibra el errar. Es el cruce de dos alteridades y acoge al extranjero sin fijarlo”. Los amigos del extranjero, aquellos con los que se encuentra, son otros extranjeros, dice Kristeva. Incluso los locales: si son amigos de extranjeros, es que algo (o bastante) extranjeros son. Un poco de la misma manera en que los amigos de las piedras son… otras piedras. El caso es que este tipo de encuentro no fija a nadie en el espacio: lo abre al mismo. O, por seguir el hilo de Massey, lo abre a la multiplicidad.

Otra cosa que nos interesa de la metáfora de las rocas deslizantes: se mueven, sí, pero no sin ayuda del agua. Es decir, que incluso en el desierto hay flujos y corrientes, si sabes cómo aprovecharlos. Las rocas deslizantes (navegantes, como las llaman en inglés), retienen la memoria del agua, como los lagos secos que surcan. Emigrar es retener la memoria de un fluir por el mundo, aunque a veces sea arrastrado por una corriente contra nuestra voluntad. El desierto que contemplamos hoy con nuestros ojos saturados de imágenes no es más que el resultado de una paciente, milenaria, constante labor de los elementos en permanente conflicto. ¿Cómo no quedar fascinados y atrapados por este paisaje que, esencialmente, no ha cambiado nada en miles de años? Un paisaje que, siendo siempre el mismo, nunca es exactamente igual. El desierto y el mar funcionan movidos por un movimiento que constantemente los mantiene en estado de agitación, leve en ocasiones, tempestuosa otras veces. Visto así, el desierto no sería más que el negativo del mar, o el molde de una escultura cinética que hubiera decidido pararse. Aunque nunca quedarse inmóvil del todo. El viento continúa modificando las alucinantes estructuras de la arena, reverso del agua.

En la mitología del exilio, la memoria es un bien extremadamente preciado, al igual que las fotos, que serían, a fin de cuentas, memoria hecha carne. En el libro de Thomas J. Demos sobre los exilios de Marcel Duchamp (The Exiles of Marcel Duchamp, 2012) se hace hincapié en el tema de las fotografías en maletas, en un ensayo en el que se nos ofrece una teoría ciertamente muy convincente: la de la Boîte-en-valise como la memoria portátil de un exiliado. Ese aire autocomplaciente y dignificado del Maestro Duchamp engaña bastante, pero con los datos que Demos pone sobre la mesa se afianza la sospecha de que dicha actitud era parte de una (gran) estrategia de saber caer o, mejor dicho, de hacer ver que uno va adonde quiere y cuando quiere mientras le arrastra la corriente. Entre 1935 y 1946 Duchamp realiza su Boîte, periodo en que migró por la Francia ocupada y en el que, finalmente, consiguió su visa al nuevo mundo en 1942. Para entonces ya llevaba en su maleta todo su ser, meticulosamente reproducido y empaquetado. Vivir “en el exilio” (de la infancia perdida, de la patria perdida, del amor perdido, del linaje perdido, del paraíso perdido, o ideal, o utopía…) se puede resumir en una cierta obsesión por recuperar o conservar la memoria.

A veces, los recorridos físicos ayudan a hacer los exilios aceptables, a legitimar sus revelaciones con contextos “culturales” y horas de vuelo. Pero este es solo un ademán civilizador del exilio que no impide que toda esa memoria intransferible, esos flujos y recorridos existenciales sigan importando poco o poquísimo. Se trata de una suerte de ceguera inexplicable, o quizás es un cierto olor que los exiliados exudan cuando regresan: o si no, ¿cómo se explica toda esa genealogía de escritores, filósofos, pensadores, artistas que, aunque reconocidos y admirados por su obra, volvieron (si es que lo hicieron) a España para acabar muriendo prácticamente en la indigencia? Vieja tradición de nuestra cultura, aquella que expulsó a los judíos y a los musulmanes, aquella misma tradición que en 1939 volvió a expulsar a los elementos “subversivos” que no pudieran acreditar como Dios manda la pureza de su sangre. “El exilio del treinta y nueve —escribe José Ángel Valente en Poesía y exilio— nos hizo reflexionar sobre el exilio mismo como forma de la historia y de la creación, lo que nos remitió necesariamente al primer gran exilio peninsular, el exilio o amputación judeo-española de 1492”. Experiencia trágica de la expulsión y el exilio español, experiencia que parece destinada a repetirse cíclicamente y que sufrieron en sus carnes un judío como Walter Benjamin y un cristiano viejo como nuestro José Bergamín. Uno perdió la vida intentado escapar de la España filo-nazi, al otro quisieron quitarle su identidad cuando regresó a España en plena transición a la democracia y no le dejaron otra alternativa más que acabar auto-exiliado en el País Vasco. El 8 de setiembre de 1982, José Bergamín llegaba a Donostia. Huía de las mordazas que le habían intentado imponer en Madrid. No era un exilio más en su azarosa vida de errante republicano. Esta vez era él mismo quien elegía la ruta. Una decisión meditada durante meses en las soledades de Fuenteheridos, en la Sierra de Huelva. Tenía 86 años. Allí escribió un esclarecedor e impresionante poema: “Fui peregrino en mi patria desde que nací / Y lo fui en todos los tiempos que en ella viví / Lo sigo siendo, al estarme ahora y aquí / peregrino de una España que ya no está en mí / Y no quisiera morirme aquí y ahora / para no darle a mis huesos tierra española”.

La impresión, la sospecha, es que lo que sucede fuera de España (esos recorridos) no vale o no existe. Quizás todas las patrias se comportan exactamente del mismo modo con aquellos hijos traicioneros que abandonan el barco, pero a decir verdad, a los que estamos allende los mares, a veces nos da la impresión de que se “esnobea” que da gusto todo lo surgido por acá. Se sospecha, dicen las malas lenguas, que hay un cierto deje colonial en la forma en que se pregunta, en el interés con el que se reciben las respuestas, en las extrañas observaciones que a veces se hacen sobre lo exótico y peligroso que debe ser esto y lo “valientes” que debemos ser al haber decidido instalarnos aquí. Observaciones que se dan muchas veces fuera incluso del ámbito estrictamente cuñadista; algunas reacciones de tipo intelectual inciden sin notarlo sobre cómo, por ejemplo, las teorías pos-coloniales o el perspectivismo amerindio pueden ser muy relevantes por acá pero, obviamente (obviamente), no tener ninguna aplicabilidad ni  interés por allá.

Podría parecer (dicen las malas lenguas) que nos cuesta reconocer que los recorridos, por acá, han generado bastante más movimiento que por allá, y que España, por comparación, se ha quedado un poco inmóvil, pequeñita y pedregosa en su autocomplacencia endogámica europeísta. Con todo el respeto, por supuesto, para las piedras y los pedruscos, que, recordemos, tienen capacidad para moverse e incluso encontrarse. Aunque ya podría tener nuestra península un poco más de “memoria del agua” e irse navegando hasta aparcarse entre América del Sur y África, como sucedía en la delirante novela de Saramago. "Tudo bem" con reconocer nuestro parentesco con y nuestro lugar en Europa, pero no a expensas de un ataque tan prolongado de amnesia colectiva.

Volviendo a la teoría espacial de Massey, aceptar los cruces de caminos —es decir, recordar y mantener viva esa memoria del agua— tiene sus consecuencias:

“Imaginar el espacio como producto de interpelaciones (primera proposición) está en sintonía con el surgimiento reciente de una política que intenta operar a través de un compromiso con el antiesencialismo. Esto es, en lugar de una clase de política de identidad que toma las identidades como ya constituidas e inmutables”[5].

Quizás imaginar a España como un desierto en el que todo es horizonte, como espacio de encuentros, sea más productivo que imaginarla como algo ya construido y civilizado, un objeto ya cerrado con otros objetitos autónomos en su interior. O tal vez, por trazar una analogía entre la balsa de piedra de Saramago, las piedras navegantes, y las rocas migrantes de Doreen Massey, podríamos también verla —a la Península Ibérica— como una roca que sale a la deriva flotando en busca de nuevos aires. Una roca con una cierta memoria del agua.

LA ROCA ESPAÑOLA
“El Prado —escribe Ramón Gaya— es un lugar hermético, secreto, conventual, en donde lo español va metiéndose en clausura, espesándose, encastillándose. Y no es que sólo guarde pintura española, pero allí dentro todo parece convertirse en una misma terquedad”[6]. Sequedad, desamparo de todo, terquedad de la “roca española”. ¿Debemos conformarnos con este estado pétreo? ¿De verdad a España no le queda otra alternativa más allá del encastillamiento en este histórico inmovilismo? Pequeña y mezquina autocomplacencia que, en ocasiones, acaba expulsando de su seno a aquellos que mejor la conocen. Patria, roca española, patria inmóvil… No obstante, hasta las rocas migran, pero se trata, en cualquier caso de una travesía en el desierto. En España, el genio, como dice Ramón Gaya amargamente, no va a encontrar otro lugar para expresarse más que el desierto. Esto también lo intuía Miguel de Unamuno (otro ejemplo de exilio interior). En el ensayo titulado “Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”, que cierra Del sentimiento trágico de la vida (1913), Unamuno relaciona de forma explícita la misión quijotesca (quintaesencia del genio hispano) con el desierto:

“¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hossana eterno al Señor de la vida y de la muerte”.

En un mítico programa de televisión de los años ochenta, otro exiliado vocacional, Juan Goytisolo (Alquibla, véase el capítulo que lleva por título “Desierto, realidad y espejismo”, emitido el 14/04/1989) hace mención a Richard F. Burton (1821-1890), el célebre traductor al inglés de Las mil y una noches. Burton nos ha dejado páginas inolvidables sobre el desierto. “Es curioso —escribe Burton— cómo el espíritu puede recrearse en un paisaje que presenta, a primera vista, tan pocos alicientes.” La serie de fotograbados titulada Sands of the Gobi (2006), del fotógrafo norteamericano (afincado en Japón desde 1981) Peter Miller nos ayudan a recrearnos en este paisaje que, en un primer momento, parece presentar tan pocos alicientes. Sin embargo, basta una mirada lenta y paciente a estas imágenes de Miller para comprender la atracción que este paisaje ha ejercido sobre algunos espíritus.

El viento ha ido dejando surcos en la superficie; la fina arena del desierto, lentamente, ha sido depositada formando sinuosas ondulaciones. La superficie del desierto adquiere cierta cualidad táctil que resulta enfatizada por medio de las sombras arrojadas de algunas hierbas secas que sobreviven a duras penas. Miller ha elegido para la toma fotográfica una hora en la que el sol no está muy alto; se trata de una hora indefinida, no sabemos si estamos al amanecer o al anochecer. Lo que sí podemos percibir es que las sombras de esas escuálidas hierbas son alargadas. Esta indefinición temporal viene además enfatizada por otro desplazamiento temporal en relación a la imagen. La técnica de la que se vale Peter Miller es el fotograbado; sus imágenes adquieren así cierto halo de misterio. A simple vista no sabemos muy bien si se trata de una imagen contemporánea o, por el contrario, estamos ante una fotografía tomada hace más de un siglo.

En cualquier caso, esta datación precisa en el tiempo no sirve de nada cuando nos situamos ante una imagen del desierto. De toda la inmensidad del desierto del Gobi (1.295.000 km² de superficie entre el sur de China y el norte de Mongolia) apenas vemos en las fotografías de Miller una ínfima porción de terreno. Por otro lado tenemos ante nosotros la superposición de dos tipos de grano: la arena que se dispone formando sinuosidades y, tratándose de un fotograbado, el grano de la imagen. Pero, en el caso de las imágenes de Miller, no se trata sólo del grano de la imagen, sino del grano del papel de grabado sobre el que el fotógrafo estampa la imagen fotográfica. Estamos, por tanto, ante una superposición de granos que enfatiza de forma sutil esta cualidad táctil de la imagen.

Fue el granadino José Val del Omar (exiliado interior dentro de su propio país) quien, desde sus experimentaciones con el cine y la fotografía, más lejos llegó en esta apreciación táctil de la imagen al hablar en relación a su propio trabajo de táctil-visión. A este respecto, cabe preguntarse: ¿a qué tradición cabe vincular a Val del Omar al hablar de su táctil-visión? Según palabras del propio Val del Omar, la táctil-visión “es un lenguaje pulsatorio elevador de la sensación palpitante de todo lo que vive y vibra. Naturalmente —continúa Val del Omar—, se apoya en la reflexión parcial y variable de la luz en las superficies, pero esa luz es empleada como energía enviada a resonar de acuerdo con la sustancia y temperatura vital de los objetos”[7]. Más allá de los objetos, lo que importa realmente es la luz, por eso da igual que nos situemos en un paisaje con pocos o muchos alicientes. En pleno desierto la luz, junto a las sombras cambiantes con el transcurrir del sol en lo alto, nos darán los alicientes necesarios como para intentar fijar en imágenes esa mutación lumínica. Insistimos, da igual el objeto que tengamos delante, puesto que, como ha señalado Hans Belting al respecto de las investigaciones del matemático y físico musulmán Alhacén (965-1040), “En el mundo no dominan la gravedad de la materia ni el azar sino la luz, y en la luz se muestra una estructura matemática de la Creación que sólo se puede representar geométricamente y no en imágenes, que son copias de cuerpos”[8].

Oímos una vez más la fascinante voz de Goytisolo en Alquibla: “Analogías entre desierto y océano, espacio ilimitado; aislamiento, silencio. Imbricación de olas y dunas. Libertad desmesurada y salvaje. Nitidez. Absoluta limpieza”. La imagen del desierto como “negativo”, digámoslo así, del océano, resulta muy sugerente. La atracción que, para la mirada, ejercen las olas es de la misma naturaleza que la de la arena en el desierto. Ritmo constante, vuelta de lo mismo una y otra vez: lo mismo, pero que nunca es igual. Monotonía. El viento que agita las olas es el mismo que hace volar los granos de arena. El agua y la arena suenan, sin embargo, de diferente forma. El sonido del mar es, de alguna forma, acogedor, te acoge en su seno, te quiere sumergir con cantos de sirena. El desierto, sin embargo, suena de modo muy distinto. El sonido del desierto es cortante, afilado como un silbido y áspero como un papel de lija.

RE-VELACIONES
María Zambrano ha hablado de “revelación” para tratar el tema del exilio. En un primer momento, en una primera lectura, parece que dicha revelación se aplicaría al nuevo país, al nuevo hábitat del exiliado. Sin embargo, cuando estás a miles de kilómetros de tu contexto habitual, te das cuenta de que esa revelación no se refiere tanto al país de acogida sino más bien al tuyo propio. Es viviendo fuera cuando tu país se te revela en toda su magnificencia y mediocridad. Esta revelación también se aplica a uno mismo. Pero el estado de fatiga crónica en el que vive el exiliado le provoca revelaciones al respecto de su propio ser que van más allá de esta idea de patria o cultura. Revelaciones, en fin, a secas, silbantes y secas como el puro desierto. Epifanía pura y dura como una pedrada en la cabeza.

En su introducción a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Gabriel García Márquez habla de esa vida de exiliado en México en la que “la mitad de la vida se nos iba haciendo colas inmóviles, a veces bajo la lluvia, en los patios de penitencia de la Secretaria de Gobernación”. Por cierto, que fue allí donde Gabo conoció a Max Aub, y quizás también a Remedios Varo, pintora catalana muy querida por Aub que ha pasado a la historia como mexicana y que tal vez vendió alguna de sus pinturas para ilustrar algún complemento vitamínico contra la fatiga. Curiosa sincronía o casualidad que coloca en dialogo explícito el exilio y la enfermedad: Remedios se ganaba la vida promocionando con su arte medicamentos para una farmacéutica.

El exilio es una experiencia extenuante; el exiliado, después de reconocer y asumir su estado de fatiga crónica, intenta quedarse un instante más cansado y mudo antes de que, a la fuerza, tenga necesariamente que abrirse de nuevo al otro y a lo otro. El exilio es ciertamente un estado inconmensurable, pero que se puede describir muy bien con hechos perfectamente conmensurables: con los sellos en el pasaporte, por ejemplo, o con la siempre ofuscadora renovación del visado. Esto en el caso de que todo el asunto sea legal. En cualquier caso, el exilio supone un estado de paranoia latente que se compensa con una levedad forzada y necesaria que deja por momentos exhausto. Hay un vídeo muy impresionante que recoge las primeras palabras de Max Aub cuando, en 1969, volvió a pisar territorio español después de un largo exilio de treinta años. Allí, el escritor (que llegó a tener cuatro nacionalidades distintas: alemana, francesa, española y mexicana) hablaba de su experiencia como exiliado[9]. Y decía que, por muy bien que te trataran en tu tierra de acogida (a la cual le estaba muy agradecido), sin embargo, acababa resultando agotador estar haciendo constantemente “pequeñas concesiones”, decía él.

Pero (siempre hay un pero), como decía María Zambrano, “el desterrado en su sequedad está tan despierto como se pueda estar”. Despertemos al desierto. El desierto no es un espacio negativo. El desierto es un lugar lleno de potencial místico, incluso mágico (hasta las piedras levitan, como en el cuadro de Remedios Varo), de encuentros a contrapelo, contra viento y marea, de trayectorias y errancias. El desierto es el espacio descolonizado de Massey, que se crea sólo por medio de encuentros y cruces de trayectorias, como ya sucedió en la Península Ibérica en el pasado, cuando era ésta un lugar de confluencias, de mundos y de credos. La idea es, como decía Zambrano, “vivir dentro del desierto el encuentro con patrias que lo pudieran ser, fragmentos, aspectos de la patria perdida, una única para todos antes de la separación del sentido y de la belleza”[10].


[1] El Mundo (26/06/2016). Antonio Ruiz de Elvira: “¿Por qué se está desertizando España?”. “España es el país europeo con mayor riesgo de desertificación. En España, un 75% del territorio se encuentra en zonas susceptibles de sufrir desertificación”.

[2] ZAMBRANO, María. Los bienaventurados. Madrid, Siruela, p. 37.

[3] VALENTE, José Ángel. “Poesía y exilio”, en Obras completas II. Ensayo. Barcelona, Galaxia Gutengberg, 2008, p. 681.

[4] El País (23/06/2016). Jordi Pueyo Busquets: “Ya mueren más españoles de los que nacen”. “La muertes superan por primera vez a los nacimientos en España desde 1941. El Centro de Estudios Demográficos apunta que la tendencia de 2015 se prolongará en los próximos años.”

[5] MASSEY, Doreen. La filosofía y la política de la espacialidad: algunas consideraciones. En Pensar este tiempo: Espacios, afectos, pertenencias, compilado por Leonor Arfuch. Buenos Aires: Paidós, 2005.

[6] GAYA, Ramón. “Roca española”, en Obra Completa. Valencia: Pre-textos, 2010, p. 183.

[7] Val del Omar, José. «Teoría de la Visión Táctil», en Escritos de técnica, poética y mística. Ed. a cargo de Javier Ortiz-Echagüe. Barcelona, Ediciones de La Central, 2010, p. 116.

[8] BELTING, Hans. Florencia y Bagdag. Una historia de la mirada entre Oriente y Occidente. Madrid, Ediciones Akal, 2012, p. 85.

[9] El motivo por el que regresa Max Aub a España después de treinta años, contradiciendo la palabra dada de que no lo haría mientras continuase el régimen de Franco, es un encargo para confeccionar un libro sobre Buñuel (otro que tal baila). "Me lancé a la tarea con la idea preconcebida de no hacer uno sino dos libros: el Buñuel, novela y estas notas acerca de la tierra vuelta a pisar treinta años después de mi marcha forzada (...)", se refiere a La gallina ciega (1971), un diario español de aquella experiencia de dos meses en España: un republicano español exiliado por motivos políticos que vuelve a un país que ya no reconoce.

[10] ZAMBRANO, María. Los bienaventurados. Madrid, Siruela, p. 42.

 

En portada, fotografía de Gord McKenna de rocas migrantes en Racetrack Playa, Death Valley. 

Fotograma de Stromboli (Roberto Rossellini, 1950); rocas migrantes en Racetrack Playa, Death Valley, en una foto de Nasa Goddard Space Flight Center; El flautista, de Remedios Varo (1955); fotograma de El cant dels ocells (Albert Serra, 2000); Paisaje desértico de Richard Kruger (1920).