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IV: Nadie va a venir a verme

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I. La disciplina del mundo
Mientras mis días se acaban, lo demás, todo lo demás, sigue. No es que esperase otra cosa, pero la disciplina del mundo me debilita.

Frente a su constancia, sólo enfrento mi inercia. Y en este caso inercia es sinónimo de fracaso. Hoy hace un mes que tomé esta supuesta determinación de vivir. De vivir un año. De vivir cuando me dijeron que iba a morir. Pero de esa determinación no hay rastro. Nada ha cambiado en mi vida. Sigo siendo el mismo. No he comenzado a vivir. Sigo escondido, despidiéndome de nada, porque cada despedida es sólo un reencuentro con lo peor de mí. Percibo el vacío (ese abismo sin peligro ni eco que acompaña a mis propuestas) y ese hueco se funde con todo lo anterior (todo lo anterior es sólo mi vida). Y así, atrapado en esta danza tardía de la infertilidad, imagino cosas, busco remedios. Mis impulsos se lanzan al río desde las rocas aburridas de mi experiencia. Como en un sueño. Como en esos sueños en los que parezco menos cobarde. La receta es muy fácil: no volver a hacer nada que vaya en mi contra. Y, sin embargo, no soy capaz. Es la propia fiesta la que apaga las velas.

Intento analizar todo esto y no sé desde qué lugar me surge una posible explicación: me resultará relativamente fácil dejar morir a este que soy, pero si logro cambiar y ser otro, a ése lo defenderé de la muerte. Si muero ahora, si muere éste que he sido y soy, no tendré la sensación de que se pierde nada. Lo lamentarán quizás, y sólo por la extraña aleación de esos metales que son el cariño y la costumbre, los más cercanos, pero ni yo mismo seré capaz de echarlo de menos (de echarme en falta). Sin embargo, si al final muere aquél en el que quiero convertirme todo será mucho más doloroso, no sé si para los demás, pero sí para mí, sin duda. Toda mi docilidad se irá resquebrajando. Toda mi tranquilidad desaparecerá y llegarán los gritos, las súplicas, los contratos con el destino para retrasar el momento. Quizás esta reflexión concreta es la que de verdad explica la razón última de estos textos y señala el verdadero propósito de mi tarea: la de decidir vivir, la de intentar dejar de estar muerto antes de que me alcance la muerte. Pienso en todo esto y me levanto de la cama algo agitado, con una felicidad breve pero plena, con una felicidad libre de histeria.

Me asomo a la ventana y me veo sacando la basura a la noche. En la bolsa también estoy yo. Cruzo la calle y me arrojo al depósito de residuos. Vuelvo y me lanzo un guiño mientras el contenedor se mueve y se escuchan mis patadas desde dentro de la bolsa de basura. Yo, el que quiere vivir, he matado al yo que no supo hacerlo, y lo he hecho con la ayuda del yo que escribe esta tarea, este viacrucis, este errático y extraviado paseo por mis últimos días. Al cerrar la puerta siento una tristeza infinita y a la vez pobre. Una tristeza devaluada.

II: Vida abajo
Persigo una contradicción: mantener en secreto mi condena y aguardar compasión espontánea. Me da miedo dejar pistas. Sobre todo, por si nadie las reconoce. Porque ya he estado enfermo antes, y sé que nadie va a venir a verme.

Todo lo que escribo ahora tiene la luz de una celda sucia. Sobre mi destino quiero escupir inteligencia. Sobre mi adiós exijo civilización.

Siento que voy vida abajo. Canto o murmuro mis himnos cada tarde, al hilo de un partido de fútbol o de un postre inesperado. Me empeño en grabar todo lo que no voy a querer ver. Esta docilidad no es coherente con mi canibalismo de ayer. Me arrojo aceite hirviendo al recordar. Es muy difícil defender la memoria.

III.  Las puertas del cementerio
Mi hermano vuelve a hablarme de ese verbo, procrastinar. Puedo contar un verbo catapulta por cada uno de mis últimos treinta años. Uno de esos que se arrojan para causar daños colaterales: un rasguño en el sofá de la autoestima de tu interlocutor, un temblor en el frigorífico donde congelan su cultura los presentes, un impacto en cristal de la seguridad de tu enemigo. Sin embargo, en esta ocasión, mi hermano acierta: todo mi depósito para comenzar a vivir se ha refugiado en el después. De mi hermano temía su lengua larga, su laxa conciencia, su irreparable propensión a romper promesas y su incapacidad para enterrar secretos, por dramáticos que sean. Pero ante mis susceptibilidades él sólo me enfrenta una evidencia: no he dado la menor señal de cambio: no he sido fiel a mi determinación de vivir un año. De vivir se trataba. Y sin vivir estoy un mes después de prometerme intentarlo.

Me resulta imposible desplegar el resumen de mi actividad diaria durante estas semanas. ¿Soy capaz de reconocer cuántas horas decido seguir con los ojos cerrados, cuánta sobredosis de sueño me permito? Mi conducta me anima a perder más tiempo en calcular todo eso y en añadir más variables, pero ya sé que es sólo por admitir nuevos laberintos: el diseño industrial de excusas, demoras, justificaciones. Esa arquitectura emocional que sólo logra edificar tumbas. Esa confusión que me conduce a las puertas del cementerio. Allí entiendo que moriré sin poder justificar esta procesión.             

Y IV. Los bárbaros
Es revelador mirar cada objeto que he ido acercando a mi búnker. Cuando le pongo el acento a búnker me veo izando una ridícula bandera. Mi pequeño y temeroso búnker, hecho de ocasiones malgastadas. Sacos de arena en mi lengua y cataratas en mis tímpanos y sal en mis ojos.

Morir, o más bien tener la certeza de morir pronto, no es tan difícil. Hay canciones que me mecen y dulcifican el tránsito. Y un paisaje que invita a avanzar sobre una celosía de insectos y agua. Así proyecto, sin temblar, el inmediato vacío menguante, mi sombra efímera, la espuma del adiós.

Dadme tiempo, porque en mi pulso late la respuesta.

 

Fotografías de PG, 2016.