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XV: Quizás ya estoy muerto

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I. La gran evasión
Me despierto sin dormir, porque duermo sin cansancio y sin paz y me despierto al canto de mi angustia, y no hay fórmula ni ábaco que me devuelva al sueño. Así, agotado y confuso, acepto la maldición de un nuevo día y me da pánico verme aquí, enjaulado en el sofá, ignorando la pantalla que arroja casas de ricos al ritmo de las peores canciones de los ochenta, con familias tristísimas interpretando para envidia estéril de sus ajenos paisanos un gag de triunfo amarguísimo, una victoria de metros cuadrados y orientaciones al sur congelado de sus vidas, al espasmo de sus muertes de exotismo y de cloro, al ritual de su autopsia de uñas limadas y perfume neoliberal. Me derramo agua mineral sobre la frente, la boca, los hombros y el pecho, prometiéndome no beber. No probar gota. Me levanto y subo el volumen de televisor mientras giro la pantalla y abro la ventana para que el hedor de la buhardilla de los cadáveres infieles del cortijo de Sotogrande salpique los chalets devaluados de mis vecinos anónimos. Me propongo usar un adjetivo menos al día a partir de mañana.

II. Días sin huella
Mis dos semanas aislado no me sirven de nada. O sí: ya no puedo negar la evidencia de que mi único verdugo soy yo. Es imposible seguir ocultándolo: mi caperuza es la que me impide respirar. Con una energía desconocida conduzco en busca de droga. Y compro mucha cocaína. Más que nunca. La consumo insensatamente, aplacando las taquicardias con dos litros de vodka. Llevo más de veinte años bebiendo al menos una botella de vodka diaria. No me arrepiento de haber bebido tanto pero sí lamento haber tirado más de siete mil botellas. Con ellas podría crear hoy mi panteón más apropiado. Una tumba de añicos de vidrio húmedo y aliento de alcohol. Mi grupo sanguíneo es AB de Absolut. No he hecho nada en mi vida sin estar ebrio. No he escrito ni una palabra sereno, ni me he reído jamás sereno, ni he follado nunca sereno. He vivido borracho o dormido. Eso ha sido todo.

III. Interstellar
Como si fueras una duquesa ajena al trigo y a la fiebre de tus esclavos, cuando tienes demasiada droga sueles despreciar los restos. Luego los buscas en las duelas, en las esquinas, en las tachuelas de cada sillón operado. Pero el polvo es como el gas, es como el agua: se busca la vida. No sé si ya es de día, no contesto, no pienso. Pero entre el congelador y el ventilador me siento atrapado, secuestrado, por cuatro garfios que se clavan en mi pecho y en mi espalda y me elevan hasta el techo de la cocina, a diez metros sobre el nivel del mar de las baldosas de cerámica negra. Me balanceo sobre la nevera Smeg, sobre las alacenas de nácar, sobre la encimera de Corian, sobre la campaña extractora. Revoloteo como una polilla herida alrededor del tubo fluorescente. Me duele todo pero no me quejo. Casi no respiro, sólo floto. Mi cuerpo se hincha y se desinfla, soy una nube de alcohol (una nube de espíritu, pura sustancia pulverizada) que llueve sudor, saliva y nieblas, soy una tormenta de vida destilada, un fermento volátil y errático.

IV. El planeta de los simios
En algún momento me derrumbo. No sé cuántas horas paso en ese estado, que no es sueño, ni coma, ni muerte, ni por supuesto es vida. Me despierto, o más bien: regreso, en un fango de orina, sangre y vómito, en una costa abrupta de cristal, libros y cables. La televisión está destrozada en esta playa apocalíptica y reveladora, sus ruinas se elevan sobre mí. Las estanterías también se han despeñado. El sofá está cubierto de zumo agrio. Tardo un buen rato en orientarme, no logro incorporarme, hay mucha niebla en mis ojos y no oigo otra cosa que un eco indescifrable y mis latidos voraces, veloces pero exhaustos. Me dirijo a tientas, arrastrándome, hasta el baño. Consigo acceder a la bañera y me ducho, vestido, con agua helada. Dejo las ropas empapadas en el suelo, me lavo la boca sin mirarme al espejo, me pongo unas chanclas, un bañador y una camiseta, cojo las llaves del coche y cierro la puerta sin mirar atrás, dejo las luces encendidas, la vida apagada, abandono el campo de batalla, mi cementerio de mis mil tumbas, el vertedero de mis días.

V. La delgada línea roja
Me dirijo sin avisar a la casa a la que exilié a mi mujer y a mi hijo. Les pido que preparen rápidamente las maletas y no paro de conducir hasta que llegamos al mar. Allí pasamos los primeros días de septiembre. Mi familia en la playa. Yo en una cama del apartamento. A la hora de comer me reúno con ellos. Luego vuelvo a acostarme. Cada tarde temo que vuelvan. Esta será la última vez que estaré con mi familia de vacaciones. Tengo la oportunidad de pasear por un paisaje bellísimo junto a mi mujer, junto a mi hijo, abrazarlos, ver la puesta de sol. Sin embargo siempre elijo quedarme en la cama un rato más, hacerme el dormido cuando llegan. Levantarme cuando duermen para comer cualquier cosa. Quedarme toda la noche despierto. Llorar sin consuelo. Admitir que sí, que quizás ya estoy muerto. 

 

En portada: Delgada línea azul, PG, 2016.