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La elegancia

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En la pequeña guía turística que reúne los cincuenta cuadros “imprescindibles” del Musée d’Orsay se lee una descripción aparentemente liviana y un tanto cursi que sin embargo manifiesta con gran exactitud el enclave ideológico —y metafísico— de su anónimo redactor. Dice así: “Roberto el Piadoso se encuentra postrado después de conocer el dictamen de las autoridades eclesiásticas. A su derecha vemos el cetro real sobre el suelo, a su izquierda Berta de Borgoña con gesto incrédulo. El monarca tiene los ojos fijos hacia ningún sitio y presenta una postura extraña, impropia de su ascendente social. Se diría que el rey ha perdido, de repente, toda la elegancia”.

Como suele decirse en el argot jurídico —que es la misma jerga utilizada en asuntos estéticos—, reconstruyamos, “para contextualizar”, dicha apreciación.

El lienzo al que se refiere este fragmento es una obra titulada La Excomunión de Roberto el Piadoso (1875) y, efectivamente, se trata del cuadro más célebre de Jean-Paul Laurens, tal vez el último de los grandes nombres de la pintura de historia francesa. Laurens fue un artista republicano, erudito y en cierta forma ateo, cuyas telas recreaban episodios ocurridos durante la Edad Media, acontecimientos vagamente fieles donde podía mostrarse, con gran elocuencia, el grado de fanatismo de la iglesia católica.

Según señala el narrador del Musée d’Orsay, la escena de la que hablamos reproduce un instante muy preciso: el Papa Gregorio V acaba de excomulgar a Roberto II de Francia por su matrimonio con Berta de Borgoña, una prima lejana. Tras conocer la sentencia, el rey y la reina permanecen abatidos sobre el trono, la mirada perdida hacia un dilema con implicaciones más políticas que emotivas.

Viendo esta obra uno piensa inmediatamente en la película Intolerancia (1916) de D. W. Griffith, no tanto por el tema que indica el mismo título, sino por la ambientación cinematográfica y grandilocuente del cuadro, pues falta bien poco para oír el taconeo de los prelados al salir del salón tras hacer público su veredicto, incluso diría que se oyen los suspiros de congoja de los dos esposos ahora desposados.

Sin embargo, la realidad histórica dista mucho de sus más conspicuas representaciones, ya que Roberto el Piadoso no fue en absoluto un héroe de los sentimientos ni una víctima de la intransigencia religiosa, ni siquiera un marido honesto; al revés, cuatro años más tarde de su disputa con los poderes eclesiásticos el rey cedió ante las presiones de éstos, repudiando a Berta de Borgoña frente al pueblo francés.

Es obvio que Laurens conocía el desenlace de dicho suceso, primero porque había ocurrido casi nueve siglos antes, segundo porque esta historia jamás sucedió. Así, la amenaza de excomunión nunca llegó a promulgarse de facto y por tanto, insisto, todo lo que el lienzo expresa tan sólo estuvo en la mente de este artista excepcional.

Hasta aquí el “bendito” contexto, que se agrava al pasear por las biografías de estos individuos, quienes apenas tenían veinte y pocos años en el año 997, que fue cuando aconteció lo que en ningún momento pasó. Pero es la frase “el rey ha perdido, de repente, toda la elegancia” aquello que parece sustancial, no sólo porque en absoluto al monarca se le marchó la gallardía, sino porque la elegancia constituye, pienso, el verdadero y único tema de esta maravillosa pintura, un cuadro narcisista y anacrónico donde los haya, una tela que permanece en la antesala de lo insolente, en la zona tibia de la ridiculez.

Puede que Laurens no fuese tan ateo como nos recuerdan las crónicas de la época, y es bastante probable que su inhibición a enseñarnos ciertos datos históricos coincida, retroactivamente, con el pudor del anónimo escriba de la guía del Musée d’Orsay. Lo cierto es que ambos tomaron el mismo camino: ausentarse de la precisión, aunque cada uno lo hizo desde un pasadizo distinto, el pintor siendo admirable antes que exacto, el narrador tomando una pequeña parte por un significativo todo, aceptando ser excesivamente minucioso pero muy poco íntegro.

Al hilo de todo esto conviene recordar, otra vez, cuántas fechorías se cometieron en nombre de la elegancia, qué sectarismos tuvieron lugar bajo la bandera del refinamiento. No ha habido hombre cruel ni atrocidad histórica que se presentase desprovista del envoltorio de la delicadeza, es más, si existe un fundamento estético para el mal éste sería, sin duda, ciertas formas extremas de pulcritud.

Pero vayámonos al lado opuesto de la distinción, lleguemos a la rudeza y a sus improcedencias, donde encontraremos a una poeta como Marina Tsvietáieva, quien una vez escribió: “¿Decirlo? ¡Lo diré! El no-ser es un tópico”.

Efectivamente, Tsvietáieva propina aquí un rotundo puñetazo encima de la mesa de los problemas vaporosos, que, dicho sea de paso, constituyen el hábitat perfecto para quienes se empeñan en permanecer en las alturas, exigiendo que les acompañemos durante sus fúnebres vuelos.

No obstante, ausentarse de la cortesía es, a veces, un modo de mostrar la debilidad, una manera de enseñar cuán frágiles son las armas de que disponemos. Al mismo tiempo, ver a alguien desposeerse o ser desposeído de manera obscena y abrumadora siempre nos hace preguntarnos qué estaríamos dispuestos a perder, qué defenderíamos con todo el ahínco del que somos capaces.

La brusquedad es el gran tema de la obra de Marina Tsvietáieva, su particular armamento para combatir las posiciones estratégicas e hipócritas que afloran después de cualquier rebelión. De ella también se dijo que carecía de elegancia, algo sin duda cierto y algo indecentemente paternal.

Esta enorme poeta, intransigente con las ideas abstractas, personifica como nadie que al escribir con lo inmediato y mediante lo inadecuado, quizás cegándose por las urgencias pero guiada por la falta de predisposición hacia los lirismos, se expresan verdades de una irritante actualidad, pues no sólo se indica el tamaño de nuestras desesperaciones, sino aquello y aquellos que las ocasionaron.

Todos los finales parecen demandar sacrificios aparatosos y exquisitos; sin embargo, cualquier principio proporciona una agresiva disposición hacia el placer, un apego tan apabullante que nos impide quedarnos quietos, empujándonos a buscar otros individuos con quienes compartir este hallazgo, otros seres con los que unir esa vehemencia y ese miedo a que nos lo arrebaten. Precisamente por ello la elegancia es un blasón de reyes, artistas solemnes y narradores mezquinos, una insignia de quienes no creen haber perdido nada, una bandera de la que siempre conviene desertar.

 
Fragmento del texto que aparece en Sergi Aguilar. Revers Anvers, libro publicado por el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) con motivo de la exposición homónima.
Imagen: Jean-Paul Laurens, La Excomulgación de Roberto el Piadoso. © Musée d’Orsay / Hervé Lewandowski.