Contenido

Por la mañana me diste un beso...

...y por la tarde me lo quitaste
Modo lectura

¿Tienes miedo? No tengas miedo. Los jóvenes son egoístas pero esto es algo que han sido todos los jóvenes, nosotros los primeros porque para algo fuimos los primeros jóvenes que conocimos, para empezar a constatar cosas, para desentrañar algunas cuestiones y una vez localizadas sacudírnoslas de encima. El argentino, que es educado como lo suelen ser los argentinos, por mera educación, me sermonea pretendiendo que la culpa de algo es de los jóvenes de última generación, educados en el egoísmo antes que nada, instruidos para ser, antes que hombres, egoístas. Esto no va a conducirnos a ninguna parte, este tío está invirtiendo el proceso y mi complicidad no pienso concedérsela porque sólo hay una arrogancia más intolerable que la del joven y es la del viejo, que desde la más elevada de las atalayas, una cumbre sin mérito porque las precedentes se han desmoronado, se permite agorerías y conclusiones terribles que detengan el entorno, que paralicen también al resto.

Era de noche y sin embargo llovía y el asfalto espejaba las luces de sodio y etcétera, y empapados en esa lírica de la ciudad lluviosa hemos entrado a este antro impropio donde la embriaguez nos va a echar encima todo aquel tiempo en que creímos estar formando parte de un frente desde el que combatir todo, desde donde corregir un mundo erróneo y una serie de conductas equivocadas. Nos unía un apetito común, volar esto por los aires. Con los años, los desertores fueron superando en número a los combatientes, exiliados al matrimonio, a la procreación y al mundo del trabajo, bebiendo la sangre de las ratas pero siempre aferrados a la idea apócrifa de alguna lucha en que las víctimas sean otros, más débiles, causas ajenas con las que ir ungiendo el prurito de esa rendición propia. Hasta que cicatrice, hasta perder el reparo en admitir que siempre nos fue indiferente.

Aquí dentro la luz tenue suaviza los rasgos y cada uno de nosotros somos menos, pasamos a ser un quince por ciento menos nosotros, y así, un poco devaluados, liberados por un rato del lastre que cada uno somos para nosotros mismos, estamos todos más guapos. Hojeo una revista sobre la barra, un caudal de imágenes que no me exigen nada, en el que aturdirme. Me detengo en una chica de dentadura flagrante y de vanguardia, el ombligo como un ano estéril, la tripa blanca y el cuerpo respiratorio como el revés de un cocodrilo. Olisquea su propia ropa y ahí las fotos conquistan un sentido que no está en ellas, el olfato atrofiado por los humos. En Barcelona todavía hay bares humildes que no olvidan a qué se viene a los bares, hay que saber encontrarlos y no tirar colillas al suelo. En cuanto paso la página otra modelo huye despavorida hacia un paisaje frondoso, lo hace mirando a la cámara, parece que se va al verme.

No es agradable asumir la abolición de tu quinta pero hazte a la idea, empolla ese huevo, le sugiero al argentino. Lo más penoso que ocurre en la primera madurez es la masacre, una cuestión más social que individual que consiste en ir viendo claudicar en vivo y en directo a la mayor parte de tus coetáneos. Mi generación creció con un miedo que no tuvieron los niños de la guerra. Es algo que podíamos haber intuido en nuestros gestos infantiles y en lo raquítico de algunas animadversiones, no teníamos nada que odiar, podía predecirse pero no lo esperábamos o tal vez no queríamos asumirlo, no al menos tan pronto, aunque nuestros movimientos nos advertían en todo momento y con mejor garantía que cualquier comentario de los mayores, a los que entonces no escuchábamos porque nunca creímos deberles un respeto por el hecho de que lo fueran, qué patraña era esa. Para sobrevivir tienes que dejar de lado tus valores, nos enseñaban, esto se ve muy claro en las ficciones apocalípticas, donde volvemos a ser no más que seres vivientes. Nada puede explicar la realidad como lo hace una ficción, por eso debemos otorgarle incluso el derecho a tergiversarla.

¡Salud! Sólo he tosido. El argentino ha querido conjurar un estornudo que no se ha dado, me ha saludado una tos repentina y ahora quiere hacer como si nada, se escuda en su trago y mira a dos hombres que intercambian dinero al otro extremo de la barra, la misma pantomima grotesca que aprendimos en la escuela adorando estampas de futbolistas. No es posible tomarse esto en serio, tengo que salir de aquí.

La lluvia oculta al operador humano tras los parabrisas y en la calle se hace muy expresiva la faz de los coches, felinos metalizados funcionando en otro nivel, rostros de mirada oblicua que en su diseño hablan de nosotros dando el paisaje maléfico de esta época de alta gama. A lo lejos escucho una risa campesina de mujer y por un instante todo cobra vida en mí, de pronto soy todo lo que puedo ser.

 

La imagen de la portada es una foto tomada por el autor del artículo.