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París condena

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Ante la muerte, mi reacción siempre fue el silencio. Nunca supe dar un pésame, palmear un hombro. Cada vez que algún familiar cercano falleció, quedé tan confundido por su suerte —qué, en definitiva, se había hecho de él— que no tuve oportunidad de sufrir. Fui indolente y fingí llevar la procesión por dentro. Es sintomático que cuando esto sucedía, y de un momento a otro alguien ya no estaba, sólo comenzara a padecerlo al cabo de los meses, como una enfermedad que despertase de a poco, o como si necesitara entender para luego marchitarme. Una actitud que mereció durarme más. Nunca un íntimo muerto me hizo tanta falta como el día de mañana.

La razón por la que voy a escribir sobre los muertos en París —esos muertos íntimos de todos— es porque creo que no voy a hablar sobre los muertos en París, sino sobre el acto de hablar de los muertos en París. Y es, supongo, provechoso que hablemos, pero sólo si lo hacemos con la certeza de que hay también, y por siempre, algo fútil en todo esto. El tamaño del drama supera cualquier sensibilidad y banaliza el gesto de expresarla. Recuerdo una idea de David Foster Wallace mientras veía a las víctimas del 11-S lanzarse al vacío desde el World Trade Center: “Parece grotesco hablar de estar traumatizado por una imágenes en vídeo cuando la gente en el vídeo estaba muriendo”.

Sobre París, sobre el yihadismo, y sobre la acoquinante relación entre el islamismo y Occidente, los textos más conmovedores han sido los análisis sociopolíticos, teológicos e históricos, las crónicas contenidas. Los que, después de todo, intentan entender, no llorar. O los que lloran a través de la responsabilidad ineludible de preguntarse qué pasa, dónde está el interruptor en medio de la bruma.

Lamentablemente, los que se apresuran en posicionarse, como si fueran jefes de gobierno, caen en constantes errores de bulto, opinando a destajo, queriendo despejar dudas sobre un sentido del civismo y una suerte de actitud ante lo injusto que, mientras más se manifiestan, más en descrédito quedan. Si somos lo que creemos ser, una especie que merece salvarse, debemos adquirir un compromiso con nuestra fe. Por lo pronto, el troleo en el que se debate si una muerte es más importante que otra, o por qué se le presta más atención a una muerte que a otra, ya echó a andar. Como si sólo estuviéramos esperando que ocurriera una tragedia para poner en marcha la noria de nuestra estupidez.

Que los ataques terroristas del pasado 13 de noviembre nos indignen es una obviedad. No por obvio deja de ser doloroso, pero tampoco por doloroso deja de ser obvio. Y que el Estado Islámico merece más que nuestro desprecio es algo en lo que incluso Estados Unidos y Rusia han coincidido. No lo afirmo, pero me gustaría que nos preguntáramos si buena parte de nuestras proclamas no son también un acto de vanidad o de profundo e inconsciente narcisismo. Si yo fuese el padre o el hijo o el hermano de uno de los centenares de masacrados en París, probablemente pocas cosas me reventarían tanto el hígado como seguir la línea dramatúrgica de esos mensajes de condolencia que derivan en entuertos cada vez más profusos y, por lo tanto, más cínicos.

Digo: el desconcierto podría ser la explicación para nuestra falta de sensatez. Y ya de paso exonero lo que aún no he condenado. En la batalla pigmea que nos hemos impuesto, le aplicamos juicios racionales a decisiones emotivas. Solidarizarse con Francia implica que otros te reprochen no solidarizarte con las víctimas del Medio Oriente. Y decirle a alguien que al solidarizarse con Francia no se está solidarizando con las víctimas del Medio Oriente implica entonces que los franceses muertos no te importan demasiado. Es posible que ninguno de los dos reproches sea del todo cierto, pero hay tanta mala educación en ese jaleo que parece el ajuste de cuentas entre dos moralistas en medio de un funeral. Vamos de la soberbia insufrible de Occidente, que se duele por los suyos o por quien le da la gana, al diletantismo de la izquierda ecuménica, que quiere condolerse más que nadie y que, si padece todo lo que dice padecer, el corazón no debe caberle en el pecho.

Lo real es que no hay grupo menos enemistado ni más solidario entre sí que las víctimas todas de la barbarie, sean de donde fueren. Que suceda lo de París no opaca lo que un día antes sucedió en Beirut (cuarentaiún muertos y doscientos heridos por otro ataque del Estado Islámico), ni lo que ha venido sucediendo en Siria. Al contrario, le otorga más relevancia. Y sea por contraste o porque se complementan, lo mismo da, un hecho publicita al otro, lo arrastra a los medios y lo pone sobre el tapete. Por París mucha gente conoció que hay a diario muchos París que no ocurren en París.

Incluso la izquierda ecuménica, antiamericana por sobre todas las cosas, suele enterarse a través de París de cuáles son las causas que tiene que defender. Nunca alzan sus banderas con tanta vehemencia, nunca las víctimas del Tercer Mundo les interesan tanto, como cuando los noticiarios cubren el ataque terrorista a alguna capital occidental. Hay ahí una instrumentalización de las víctimas, una subordinación de los muertos al conflicto ideológico en el instante justo del duelo. Y esto los vuelve sospechosamente fríos.

Resulta comprensible que, de este lado del mundo, los muertos franceses nos alarmen más. Lo sabido digámoslo rápido: estamos atravesados por su cultura, por su legado, por sus estereotipos. Nos son más íntimos y queridos. Si partimos de esa honestidad, y no fingimos lo que es imposible que sintamos, entonces podemos empezar a cuestionarnos si vale la pena sólo solidarizarnos con lo que nos es consustancial. Si la solidaridad, más que un impulso, más que rabia o amor, no debe ser también un acto consciente y minucioso, un intento de sabiduría. El esfuerzo constante por entender.

Yo vine a captar el drama de los refugiados sirios, a captarlo de veras, sólo hace dos meses. No me enorgullezco, por supuesto. Visité Alemania, y el peso del conflicto sofocaba el ambiente. Desde La Habana, hubiera sido difícil que el desasosiego de aquellas personas me tocara tan de cerca como me tocó en Europa. La noche del 16 de septiembre, en la fría estación de trenes de Hamburgo, vi a un niño de nueve o diez años bajar de un metro que venía de Munich. Y lo vi comerse con avidez una cuña de dulce y un racimo de uvas. Una de las uvas se le cayó. Finalmente, sin que nadie la aplastara, logró alcanzarla entre los pies de los transeúntes. Un niño que antes de Munich había venido de Austria. Y antes, de Hungría, donde los habían tratado como perros. Y antes, de Serbia. Y antes, de Macedonia. Y antes, de Grecia. Y antes, del mar. Y antes, de Turquía. Y antes, de Siria. Ignoraba si había salido acompañado, pero ya en Hamburgo el niño era un niño solo.

En ese momento, o tal vez un poco después, digamos que me supe atrapado en mi naturaleza (sea lo que signifique), lo cual podría justificarme. Sin embargo, no lograba desprenderme de cierta insoportable vergüenza. Que yo estuviera aquella noche en Hamburgo era un azar. Yo debí haber sido lo suficientemente responsable para, desde La Habana, y desde lo reflexivo, haber podido captar la magnitud de una tragedia que, cuando nos golpea en las fibras y nos hace trastabillar, ya es demasiado tarde. Duele y, si somos decorosos, sabremos que no hay remedio para el dolor, y sabremos que nuestro dolor no le va a servir a nadie.

Me pongo de ejemplo porque me sé lo suficientemente ordinario como para que el grueso de nuestra prole pueda proyectar sus cinismos, sus indiferencias y sus sedentarismos a través de los míos. Que son los mismos. Lo que tal vez deberíamos preguntarnos —y en esto la izquierda ecuménica podría tener razón, si no fuera tan mala con el lenguaje— es por qué permitimos que los París que no ocurren en París sólo cobren relevancia cuando ocurre lo de París.

¿Por qué no miramos más que cuando nos dicen que miremos, si nada parece más natural que mirar a toda hora? Eso también nos vuelve sospechosamente fríos. Una revolución, por personal o mínima que fuere, es el fogonazo en que nuestra sensibilidad deja de ser un mecanismo que se activa por default para convertirse en un poder. Desgarrarse las vestiduras después de que la bomba haya estallado parece grotesco.

Una bomba deja muertos.

 
Muestras de solidaridad con Francia en Irán tras los atentados en París. © Borna Ghasemi / ISNA (Islamic Society of North America).