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‘Borgen’, la virtud pública y la amargura privada

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Primero fue por su nula corrupción, después por su política laboral flexisegura y su generoso Estado del Bienestar, y después por las virtudes políticas pactistas de su sistema parlamentario reposado. Un país sin sectarismos políticos, acostumbrado a las transacciones entre partidos e ideas, sin sobreactuación ni hipérbole discursiva. Nada huele a podrido en Dinamarca. Es el modelo al que debemos aspirar. Documentales, reportajes en prensa y televisión, programas electorales de “viejos” y “nuevos” partidos, todos prescriben un poquito de dinamarca para nuestro país gripado.

Si como afirma el humorista y autor de esta casa Ignatius Farray, la política es la nueva cocaína, yo no soy un yonki sobrevenido con la crisis, ni un desfasador de fines de semana. Consumo a diario desde hace muchos años, y de pureza razonable. Prensa, libros, películas, series. Me entusiasmé con Sí, señor primer ministro y El Ala Oeste, pero me pareció tal bazofia populista, tramposa y coyuntural House of Cards y me sonó tan absurdo considerar Juego de tronos una serie “política”, que desde entonces he tenido mucha desconfianza a todo cine o serie que se vende con esa etiqueta. No he visto aún al Sidney Pollack de la televisión. Una reticencia que se une a mi lejanía cada vez mayor con las series en general, con benditas excepciones.

Por eso me resistía a ver Borgen, la serie danesa de tres temporadas (2010-2013) sobre la vida de la ficticia primera ministra Birgitte Nyborg que tanto han celebrado nuestros politólogos y comentaristas como ejemplo de madurez política a imitar. No ayudó el nombre del primer capítulo (La virtud está en el centro), ni en general el primer capítulo, que tendía a una pedagogía infantiloide sobre la candidez de carácter y el “sentido común” moderado tan socorrido. Más por indolencia y comodidad que por entusiasmo vi el segundo capítulo, y ahí seguí, hasta acabar los 30 episodios en dos semanas en las que mi valoración sobre su calidad cambió por completo, no sin altibajos. Aunque, no obstante, mi conclusión fue que no se trataba de una serie “política”, o no sólo. Ni siquiera sobre todo de política.

Y me pregunto desde entonces, ¿quién puede ver en este retrato amargo de la vida contemporánea (porque eso es lo que es Borgen) una sociedad ejemplar a la que debemos aspirar cándidamente?

La primera temporada se centra en partidos y políticos, no en políticas públicas. El Partido Moderado, que dirige Nyborg, tercero en las elecciones danesas, se hace con el Gobierno en coalición ante la incapacidad de Laboristas de centro-izquierda y Liberales de centro-derecha de conseguir una mayoría parlamentaria. Nyborg está casada, tiene dos hijos, y su vida cambia radicalmente. Pasa más tiempo evitando fracturas en su coalición que gobernando los asuntos técnicos, está más atenta a los juegos sucios de los partidos que la apoyan que de las políticas que implementa. De hecho, no se sabe qué hace, qué consigue, qué cambia en Dinamarca en esos años. Probablemente nada. Quizá por la razón que le dice un contrito y débil líder laborista al que un golpe palaciego interno descabalga de su partido: “Soy el último obrero de Dinamarca”. Ya está el programa de máximos conseguido, ahora se trata de conservarlo en la globalización comercial y financiera, y mantener la fachada con una retórica renovada pero, en el fondo, vacía.

EL DEBATE SOBRE LA CONCILIACIÓN

Nyborg es política como podría haber sido alta ejecutiva, porque lo esencial de Borgen es su retrato de la imposibilidad de la conciliación entre vida laboral y familiar en las sociedades globales, tecnológicas y en competencia permanente. Una muestra de los costes personales que conlleva la ambición profesional en las sociedades posindustriales. Por supuesto, Nyborg acaba separada en la primera temporada, sus hijos le reprochan la falta de tiempo. Pierde amigos de toda la vida.

Lo resume perfectamente Bent Sejrø, su ministro de Hacienda y mentor político: “En Borgen [sede del parlamento y del Gobierno] todos sabemos comprometernos con los daneses pero no sabemos comprometernos con nuestras familias”. No sólo en Borgen, cabría añadir. O como le responde el jefe de Gabinete (que es un funcionario que se mantiene gobierne quien gobierne, no un cargo de confianza) ante la extrañeza que le traslada Nyborg frente al hecho de que jamás se vaya de vacaciones: “El año pasado apenas me tomé un fin de semana largo. Aquí estamos gobernando a los daneses, no vendemos clavos, ¿no?”. En la tercera temporada esta tensión se traslada a la redacción de TV1, con los mismos dilemas, las mismas consecuencias y finales igual de amargos: engaños, separaciones, madres y padres solteros e infelices. Imposible conciliar. Borgen, como digo, es profundamente amarga, y en su amargura, incorrectamente sincera:

—¿Por qué no funcionó lo nuestro, Kasper? —pregunta la periodista Katrine a su ex pareja, padre de su hijo de dos años, del que aparece ya separado al comenzar la tercera temporada.

—Porque no era capaz de verte con deseo desde que te convertiste en madre —le dice con lágrimas, antes de disculparse por su crudeza, pero sin desdecirse. Algo que ya le había sugerido que ocurriría cuando se negaba a darle el hijo que ella le pedía al finalizar la segunda temporada.

Algunos y algunas verán a un pervertido insensible. Otros y otras, a un hombre que lamenta haber perdido la batalla contra su naturaleza. No siempre gana la razón. La realidad es sucia, la pública y la privada, y hay que negociar con ella constantemente. Borgen es una lección sobre la madurez y el desencanto. Y plantea el debate que el periódico alemán Die Zeit reflejó en este reportaje sobre la imposibilidad de la conciliación, que no es más que la necesidad de elegir. No se puede tener todo. Hay que tomar decisiones trascendentes y afrontar realidades complicadas, que es en esencia en lo que consiste la vida a partir de los 30.

El valor de la renuncia, de los límites, es esencial en una sociedad que se ha malacostumbrado abducida por el abuso de la retórica del bienestarismo. El famoso episodio del bebé de la diputada Bescansa es el mejor ejemplo: podemos engañar a la gente mostrando que se pueden tener hijos, familia, carrera académica, carrera política y parlamentaria a la vez, y exigir además que el Estado nos lo facilite. Pero no es así, sencillamente porque los recursos son escasos, y aunque no lo fueran, porque una guardería no es conciliación.

La compatibilidad de la vida privada y laboral requiere esas guarderías, sin duda, racionalización de horarios, ayudas, protección ante abusos de empresas contra las mujeres por el hecho de ser madres. Pero la conciliación tiene más que ver con no llevarse el trabajo a casa y saber desconectar emocionalmente que con disponer de una red asistencial que recoja al niño del cole. Más con una decisión intrafamiliar que con una ley. La pregunta es si los trabajos cualificados a los que aspiramos como individuos y como sociedades ricas posindustriales permiten esa “desconexión”, esa división automática del tiempo y de nuestras implicaciones. Es fácil dejar a la salida de la fábrica en la taquilla el martillo y la serradora junto al mono azul de trabajo, no así el conocimiento y las ideas de nuestra start-up. Borgen así lo muestra. “No es la cantidad de tiempo, Birgitte, sino la calidad”, le reprocha su marido, poco antes de irse de casa. Generar la expectativa de que sólo el sector público concilia a través de medidas políticas es irresponsable y sólo conduce a la melancolía, como decía Paul Valéry que era el destino de los esfuerzos inútiles. Porque empequeñece un problema que trasciende el poder de una asamblea. Es un reto social inmanejable desde un parlamento nacional, por más “soberanía” que se reivindique.

Distinto (y exigible) es que sea el hombre el que deba compartir las cargas y asumir también su renuncia. O la renuncia familiar y profesional. Algo que, en Borgen, sí hace. Moderar nuestros entusiasmos y ambiciones, asumir el coste de oportunidad y las consecuencias de nuestras decisiones personales, es la auténtica condición sine qua non para la conciliación genuina. En decisiones familiares consensuadas. Porque es tanto un problema de recursos y políticas públicas como de decisiones y renuncias privadas. Por eso el gesto simbólico auténticamente moderno, vanguardista y rompedor de Bescansa habría sido renunciar al escaño, y por tanto a parte de sus ambiciones para asumir su decisión de ser madre soltera. Porque el problema no es la guardería, sino que ni la mujer ni el hombre tienen familia en esos niveles de responsabilidad. El mismo Sejrø dice otra verdad incómoda cuando su jefa le informa de que va a separarse: “Los únicos matrimonios que duran en Borgen son aquellos en los que uno de los dos se queda en casa”. Y quien dice Borgen, dice Google, Endesa o Garrigues Walker y Asociados.

Borgen no es ejemplo de felicidad y evasión, de virtud pública y privada, sino un drama amargo de treinta capítulos en el que unas buenas personas intentan comportarse mal lo menos posible y depender poco de sus peores instintos. Fracasando casi siempre. Realismo emocional y social (y no tanto político) en una sociedad posindustrial que se reexamina, de una madurez dura pero, a fin de cuentas, envidiable. Nadie se autoengaña en Borgen.

El gran mérito de la serie no es tanto mostrar una sociedad virtuosa a imitar como enseñarnos a aceptar la realidad tal cual es antes de poder cambiarla dejando atrás clichés, aspiraciones y verdades asumidas pero fracasadas.

 
Imágenes de la serie Borgen (2010-2013). © DR Fiktion.