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Vindicación del editor

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Sobran motivos para que la autoestima del periodista esté por los suelos. Y sobran, también, los síntomas. Uno de ellos es la facilidad de entusiasmo de la profesión cuando se le ofrece un relato que se interpreta mínimamente justo con el papel vital que los propios periodistas juzgan vital en el funcionamiento sano de la democracia. Aunque ese relato sea, en realidad, una velada —pero demoledora— crítica a los redactores, como es el caso de Spotlight, premiada como la Mejor Película en los últimos Oscar.

El periodista Ricardo Dudda lo resumió muy bien (desde el título) en un reciente artículo en Letras Libres. En “Salvar la democracia”, afirma: “el periodismo es servicio público, y sin él (sin nosotros) no hay democracia. En cierto modo es verdad, pero es también una actitud tramposa y presuntuosa que puede utilizarse para ocultar vicios y evitar la autocrítica”. Y sin duda, esa falta de autocrítica es la que lleva a ver en esta película un homenaje, siendo todo lo contrario. “Un periodista salva la democracia varias veces al día”, ironiza Dudda, y a continuación, certeramente, contextualiza: “Hay precariedad, mucho paro, presiones políticas y comerciales. Pero a menudo el despido de un periodista es solo una injusticia laboral o un drama personal, y no una erosión de la democracia”. En otro artículo sobre el asunto, Kiko Llaneras escribía en Jot Down: “El periodismo importa, pero exagera. […] El viejo periódico no era algo tan noble ni tan trascendente”.

La primera lectura de Spotlight abona esa interpretación de los “salvadores de la democracia”, pero cualquier mirada atenta a esta película (que cuenta cómo unos periodistas destapan casos de pederastia y encubrimiento por parte de la Iglesia en la muy católica Boston), despeja esa primera sensación. Los abusos y las pruebas llevaban mucho tiempo circulando, no sólo como rumores —o certezas— por la ciudad, sino también como noticias en las catacumbas de la redacción. Hay aquí un personaje clave, el catalizador que pone en marcha todo el proceso periodístico al uso de recolección de pruebas a pie de calle, llamadas telefónicas y escritura de la información: Martin ‘Marty’ Baron, el director del Boston Globe entonces, anteriormente del Miami Herald y ahora del Washington Post de Jeff Bezos.

La película nos muestra a un tipo flemático y taciturno, del que los periodistas cuchichean sobre si es judío, soltero, que viene a hacer ajustes y a despedir a compañeros. Es recibido con desconfianza. Baron es un hombre solitario que se limita a un trato profesional con sus subordinados, que mantiene una actitud de respeto escrupuloso pero cortante con la élite bostoniana y que no da lecciones morales. Se limita a hacer, bien, su trabajo. Un trabajo ingrato porque, aunque ahora lo recordemos por su labor impecable en el caso de los curas pederastas y su Premio Pulitzer, su cometido era despedir gente y hacer ajustes en los primeros tiempos de Internet. Baron, el editor, sí salva la democracia, y no es que no utilice la hipérbole, es que apenas habla, a diferencia de sus periodistas. Y es el más perjudicado en su vida privada, algo que la película sólo se atreve a insinuar. No hay familias en la élite profesional, por más que formalmente estén en el registro civil como tales.

Encargados como han estado de los despidos y ajustes, de los palos de ciego en una época de desconcierto en la profesión, los editores han sido los malos de la película periodística. No siempre de forma justa, aunque el aceite de ricino fuera en el sueldo, a veces desorbitado. En Spotlight era imposible negar el mérito de Baron, pero la interpretación mayoritaria de la película por parte de la profesión ha tenido un sesgo claramente vindicativo de la labor de los reporteros en perjuicio del de Baron y los editores.

Hay una coincidencia que ilustra bien el cambio de la percepción social y gremial del editor: uno de los editores del Globe durante esos años era Ben Bradlee Jr., hijo del mítico director del Washington Post que destapó el caso Watergate y acabó con la presidencia de Richard Nixon en 1974. Bradley Jr. es claramente ninguneado, presa del listón moral de su apellido, siempre a las puertas de un ascenso que no llega. Es un personaje lastimoso, justo lo contrario que su padre en Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976), donde el editor era un tipo tosco, algo autoritario, pero preocupado por sus chicos. Un héroe explícito más de la película, pese a que es en Spotlight donde el editor pone a los reporteros a trabajar en el caso, mientras que en Todos los hombres… son los periodistas quienes han de insistir a sus superiores en que sus pesquisas merecen la pena pese al escepticismo con el que son siempre recibidas.

La diferencia entre un momento y otro es la crisis del modelo periodístico. Si los periodistas rasos han sido los más perjudicados en su bolsillo, los editores lo han sido en su imagen pública. Los primeros salvan la democracia; los segundos despiden a los salvadores de la democracia. El editor ha sido, en gran medida, un chivo expiatorio inútil en el diagnóstico de una crisis que rebasaba la capacidad de cualquier héroe. Nadie lo pasa bien en esta crisis de modelo, tampoco el editor, aunque por razones distintas y, sin duda, en grados diferentes. No es lo mismo perder el trabajo y la casa que tener que tomarse un Orfidal para sobrellevar el desprestigio y tomar decisiones dolorosas. Baron es, en eso, todo un caballero, porque desde su posición moral actual y con el premio en la mano, bien podría haber subido a recoger la estatuilla y decir unas palabras: “Ahora sí me aplaudís, cabrones”.

Y no hay que olvidar por qué Baron pudo hacer bien su trabajo: porque vino de fuera. No estaba comprometido con la omertà bostoniana, no era un “buen alemán”, como califica irónicamente uno de los periodistas la actitud de los bostonianos al mirar hacia otro lado. Esa distancia le permitió ver mejor las carencias del periódico, la relevancia de las noticias, y alejarse de los intereses que a otros ataban. Hay aquí quizá una lección que va a contracorriente de la dinámica de los principales periódicos, que tienen sus máster y sus cursos, crían a sus periodistas desde la cuna en sus métodos habituales y nutren sus redacciones de ellos. Hay una endogamia que no ha favorecido a los medios, algo indiscutible en el hecho de que casi ninguna firma de renombre de dichas cabeceras ha salido de sus escuelas.

Baron nos recuerda una de las reglas básicas de la buena narrativa: los personajes deben hablar con los hechos. Para un buen diagnóstico de nuestra crisis, desterremos la retórica salvífica, como la que erróneamente se ha querido ver en Spotlight.

 
John Slattery como Ben Bradlee Jr., Michael Keaton como Walter ‘Robby’ Robinson y Liev Schreiber como Martin ‘Marty’ Baron, en Spotlight, de Tom McCarthy.