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El grito

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Hace poco, a las tantas de la madrugada, estaba escribiendo Poe system –a cambio de láudano, es decir, tabaco–. Tenía todas las ventanas abiertas. De pronto, un sonido llegó desde un punto indeterminado del exterior. Era una mujer haciendo el amor. Más concretamente, en sus últimos tramos, los más ilógicos y perplejos si, como era el caso, no has estado presente en los dos actos dramáticos anteriores. La mujer, por otra parte, podría tener 16 u 84 años, y emitía ese tipo de voz que sólo se produce en el abandono, cuando surge de, tal vez, la garganta, un tono que nunca jamás se utiliza para otras funciones. No se utiliza para comprar el pan, ni para hablar de política. Pero, y he aquí lo fascinante, tampoco se utiliza para hablar de metafísica, o de amor, o para concertar un matrimonio. Esa voz es algo, por tanto, esencial. Es la esencia de la individualidad. Tiene algo que ver con el alma. Quizás es el alma. Es una suerte de canto del cisne, un momento único en el que una garganta expresa su auténtica originalidad, su voz verdadera. Aquella garganta, por cierto, desprendía un sonido agradable –podía haber sido lo contrario–. Pertenecía a una mujer que sabía dónde estaba, que quería estar ahí –nadie sabe lo que es "ahí"; no es un sitio, supongo–. Poseía algo valioso. Casi nadie tiene eso. Por eso escucharlo es un lujo. Anyway. Su voz me acarició la nuca. Era un momento de plenitud, al que no había sido invitado, que me hizo recordar otro, en el que sí estuve invitado, en el que escuché docenas de esas voces emitiendo ese sonido impresionante, y en el que comprendí en su magnitud algo importante.

Fue hace un tiempo, en la França, un meublé barcelonés. Como sabrán, los meublés barceloneses no son sórdidos. Cumplen una función muy barcelonesa. El cultivo de la vida privada, esa cosa que consiste, mayormente, en mirarse a los ojos. Cuando se accede a ellos, resulta imposible ver o cruzarse con cualquier otra persona. Por eso me sorprendió coincidir con docenas de ellas durante unos segundos. Eso sucedió al final de la noche. A esa hora en la que las parejas y las familias se despiertan e inician la jornada, diversas personas se despertaron en La França. Empezaron a hacer el amor y, con diferencia de segundos, de minutos, llegaron hasta mi docenas de gritos de mujeres modulando su voz más única. Eran despedidas, eran voces de personas que no querían salir de ahí e incorporarse a la vida. Eran gritos de personas vivas que no querían abandonar esa habitación y esas horas, e incorporarse a esa cosa, tan parecida a la vida que a veces se le confunde con ella, denominada vida social. Ya saben, cobro y pago de recibos, discusiones sobre una casa, compra de alimentos, vida profesional o matrimonial. Los gritos que oía, organizados con cierta cadencia, eran nuestra voz antes del pecado original. No sólo eran emocionantes, sino que eran un himno. El que nos unía a toda esa fratría, a esas personas que estábamos allá por un contrato más importante que el que nos unía con cosas, aparentemente, importantes. Supe que sabíamos un secreto. En el siguiente párrafo, les intentaré explicar ese secreto. No es fácil.

En el ballet de Prokofiev, cuando Romeo y Julieta se conocen en un baile de máscaras –un acto social; un acto social que, se supone, debería de ser una juerga–, suena una música que, si se fijan, no es otra cosa que una marcha fúnebre. Todo el mundo baila esa marcha fúnebre. Los únicos que no lo hacen son Romeo y Julieta. Por unos instantes, Romeo y Julieta no bailan en un ballet que se llama "Romeo y Julieta", lo que indica la importancia de esa decisión. No bailan porque se trata de una danza de la muerte. Todos son unos cadáveres, menos ellos. No lo son porque no bailan. No participan del baile. No tienen vida social, sólo la que están creando en ese preciso instante. A los pocos minutos, tras sendos solos y pas à deux, bailan juntos, al fin. La misma marcha fúnebre que el resto. Su historia de amor, ha terminado o, al menos, ha llegado a su cúspide. Ya sólo les queda morir. Morirán más que el resto, porque, simplemente, están más vivos. Si pudieran haber hablado durante esos segundos de plenitud, en los que fueron incapaces de ser como el resto, de su garganta hubiera salido un sonido que nunca jamás se utiliza en ningún acto social. En ocasiones, ese sonido te llega a través de una ventana. O de los tabiques de un meublé.