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Dossiers de leyenda

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Empecé a trabajar en prensa en los 90. Tenía un título universitario y, para el otro, me faltaba derecho internacional. Aún me falta. Ni yo ni el mundo, me temo, lo hemos necesitado desde entonces. Ninguna de esas titulaciones era de periodista. Pero me moría por serlo. Desde los nueve años, cuando nos llevaron a un grupo de charnegos a un diario y vimos un diario. Entonces, en un diario trabajaban con plomo —“chaval, si te haces linotipista o impresor, tendrás trabajo para toda la vida”, me dijo un genio del periodismo en aquella velada—. Los periodistas, por convenio, debían beber un litro de leche diario, para paliar lo del plomo. Lo mezclaban con whisky. Eran unos tipos macarras, chulos. Llevaban lamparones, decían tacos. Era imposible no querer ser como ellos. Por un golpe del destino, entré a trabajar mil años después en un diario. Pura potra. Pero el verdadero golpe de suerte fue mi jefe de sección. No era español. Era centroeuropeo. Es decir, un judío húngaro. Hacía poco que había cruzado por piernas el telón de acero, que ya no existía. Venía de donde venía pero, aun así, se maravillaba del corto recorrido de la cultura española, con la que yo empezaba a maravillarme. Aquel pollo me educó. Muy bien. La libertad de expresión en un diario es tu jefe de sección. Es decir, el tipo que te protege de los malos, de sus llamadas telefónicas. El tipo que evita que te caigan encima las broncas y las consignas de tus superiores, esos seres que indefectiblemente salen periódicamente por la tele hablando de código deontológico, democracia y bla-bla-bla. Un buen jefe de sección desayuna, almuerza y cena mierda. Concretamente la tuya. Siempre le deberé una copa a ese tipo. 

 "El dossier del rey hablaba de tías, de sablazos a monarquías árabes, de comisones y de negocios privados.[...] El de Pujol hablaba de lo mismo, salvo por el capítulo tías"

Por lo demás, una redacción era y, me temo, es, lo que Balzac dibujó en aquella novela que habla de un joven que quiere ser periodista, que se mete en una redacción y, chorrocientas páginas después, cuando ya se han descrito todos los tipos humanos que caben en una redacción —y en una cyber-redacción—, acaba de patitas en la calle, sube a Montmartre, observa París y le dice a París: "et maintenant, toi et moi". De hecho, me recuerdo en aquella época mirando Barcelona de noche y soplando gin-tonics y diciendo a Barcelona algo parecido. Balzac es grande. Ahora que lo pienso, un diario, en aquella época, era un gustazo. No era como cuando el plomo. Pero se fumaba a tope, se berreaba. Cuando salías, por la noche, se comía en sitios divertidos, cutres y baratos. Y se pimplaba y follaba como para una boda. ¿En qué momento los periodistas dejaron de ser, aparentemente, lo que dibujaba Balzac, y empezaron a vestir y a comportarse como si trabajaran en la NASA? Supongo que fue en aquella época. O un poco antes. Yo, por novato, no podía ni verlo ni saberlo. Por aquella época, lo tipos listos de la redacción —los que en Balzac se casan con la hija del jefe, y que vestían como jefes de operaciones del Apolo XI—, ya no fumaban ni mamaban. Hablaban, lo dicho, de códigos deontológicos, de democracia, de Zzzzzz. Y, dato importante, hablaban de dossiers. De hecho, estas líneas las he empezado a escribir porque quería hablar a alguien de dossiers. Ese alguien, si ha llegado a esta línea, es usted.

Bueno. Al tajo. Decía que los tipos listos, mayores que tú, te hablaban de dossiers. Existían básicamente dos. Los tenían todos los diarios españoles esperando que alguien diera la orden de publicarlos. Uno iba sobre el rey y el otro sobre Pujol. El del rey hablaba de tías, de sablazos a monarquías árabes, de comisiones y de negocios privados. Explicaba cómo, al inicio de la monarquía, se pactó que Colón Prado hiciera negocios para financiar la Casa Real, que estaba, snif, en la ruina. Esos negocios consistieron inicialmente en la exportación de arte/patrimonio. Posteriormente se fueron ampliando hacia otras divisiones. El de Pujol hablaba de lo mismo, salvo por el capítulo tías. Explicaba que el hijo mayor de Pujol había fundado asesorías medioambientales, que luego la Gene había homologado y hecho obligatorias para las empresas, que pagaban trinco-trinco. Hablaba de un sistema de comisiones en las obras públicas y en los contratos públicos. El pico era de cerca del 30%, del cual un 3% iba directamente a la familia Pujol. El pollo que gestionaba ese 3%, que velaba para que llegara a su legítimo propietario, era Felip Puig. El dossier, por cierto, hablaba de la herencia del padre de Pujol —la legal, no la otra, por la que no había pagado impuesto de sucesión; explicaba, incluso, el verdadero origen de la fortuna familiar, en la postguerra: contrabando de divisas en Tánger—. El dossier se completaba con un entramado de empresas y constructoras que financiaban CiU, y que dibujaban una progresiva desaparición del Estado bajo la forma de la empresa y el amigote.

Los jóvenes escuchábamos a los mayores con ojos como platos. Los mayores nos explicaban todo eso con cara de estar de vuelta, con cara de ser un iniciado, con cara de ser la pera. Esos dossiers, por cierto, no existían. Nunca han existido. Eran una leyenda urbana. Tenían tantos pelos y señales, datos y nombres tan concretos, que se emparentaban genéricamente con la historia de la prima de un amigo que se va a Brasil, se compra un perro, vuelve a su ciudad, pasea con el perro y otro perro se le abalanza y le arranca la cabeza de un muerdo. Cuando la prima del amigo va al veterinario —un veterinario Frankenstein, capaz de volver a coser cabezas—, le explica que ese cadáver no es el de un perro, sino el de una rata gigante del Amazonas. La leyenda de la prima del amigo habla del terror a dormir con una rata. La leyenda de los dossiers hablaba, a su vez, de otra cosa. ¿Qué cosa?

Hablaba de la capacidad nula para investigar del periodismo español, de la imposibilidad de hablar sobre los negocios del rey, de Pujol, de González, o de lo que se sacó Aznar cuando privatizó Telefónica sin sacar nada a cambio. Hablaba de que era imposible hablar de la financiación de un partido. De la vida real de un partido, que no es política, sino económica. Hablaba de que sólo se podía hablar de eso puntualmente, en alguna punta, cuando alguien así lo decidía. Esos dossiers, inexistentes, eran la cultura española. Era un compendio de todo lo que no se podía aludir. De los límites de lo posible en información. Explicaban dinámicas que nunca, repito, nunca, debían ser verificadas.

Hoy, los dossiers sobre el rey y Pujol, que no existen, están a disposición de todo el mundo. Es decir, la cultura que velaba para defender que existían, y que era necesario, por código deontológico, por la democracia, por bla-bla-bla, que esos dossiers fueran gestionados con prudencia y sentido de la responsabilidad desde un despacho imaginario, ha muerto. La cultura que permitía hablar de aquellos dossiers a iniciados, a cambio de no escribir sobre ello jamás, está desapareciendo. Es incapaz de negociar dossiers como el del caso Pujol —cuya fortuna ulterior no tiene nada que ver con su padre, btw—. Sucede lo mismo con los casos Ferrovial/Palau, Nóos, Bárcenas, ERE. El colapso de esa cultura ya ha costado una abdicación y la presumible descomposición de CiU.

Un Régimen y varios oficios —político, periodista— se aguantaban a través de la leyenda urbana de esos dossiers. Hoy, pues no.