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Los reyes de la pista

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Cuando les conocí los dos tenían 12 años, como yo. Pero eran de otra raza. Escupían por el colmillo, no rehuían las peleas, no lloraban cuando el profesor les pegaba. Ni siquiera al quinto o sexto golpe. Impertérritos, mordiéndose los labios, eran héroes. Además fumaban muy bien. Sabían hacer aros con el humo. Cuando el humo les salía por la nariz, lo hacía con densidad y elegancia. Un día, en una cabaña, en el bosque, les estuve observando mientras fumaban. No podía dejar de mirar el humo que fabricaban en silencio. Parecía que por su nariz salía algo más complicado que el humo. Era su alma. Y adoptaba, en la luz que filtraban las hojas, la forma de un gato triste. Quizás los golpes no les dolían porque los recibía ese gato interior y triste por ellos. Yo que sé. Aquella cabaña era ilegal. Si nos hubieran pillado nos habrían aplicado un castigo severo. Fue en esa cabaña donde me explicaron su plan. Al día siguiente, al amanecer, se escaparían. Irían con la madre de uno de ellos, que era camarera en Benidorm.

Todos sabíamos que esa madre no existía. También sabíamos que, fuera como fuera, no los volveríamos a ver. Pero los volvimos a ver al cabo de una semana. Los trajo la policía. Tenían los labios partidos. Todos sabíamos que, ni siquiera en ese trance, habían llorado. Estuvieron encerrados en una habitación un par de semanas. Cuando salieron, me explicaron su aventura. Sí, se escaparon al amanecer. Esa misma noche estaban muertos de hambre. Se encontraron con una feria. Pidieron al de los autos de choque poder dormir en la pista, de noche, cuando quitaran la música. El de la feria, los fichó. Les dejó dormir, les dio comida y trabajo. Eran los chicos de la pista. Los que apartaban los coches de la pista cuando se averiaban, o cuando los conducía un inepto. Me los imagino, impresionando a las chicas, erguidos sobre los coches, agarrados a la antena, empujando el coche con una pierna hacia la cuneta de la pista, echando humo por su nariz. En mi cabeza, cada uno de ellos lleva sobre su hombro un pequeño gato de humo azulado, y aun así, triste. Fueron a dos pueblos. Besaron los labios de miles de chicas, dijeron. Dijeron que las chicas es eso lo que quieren. Dijeron que también les besaron las tetas a un par de ellas. Nadie se lo creyó. Yo sí. Me convenció el hecho de que uno dijera que las tetas olían a pan. Otro, el que no tenía una madre que fuera camarera en Benidorm, dijo que olían a leche. Años después, unos metros al lado de una pista de autos de choque, volví a pensar que no habían mentido mientras olía algo parecido al pan y a la leche y a la sangre. 

Dijeron que había valido la pena. Por primera vez desde que los conocía, reían. Decían que lo volverían a hacer. Y que sería en breve. Y que nunca más volverían. Tenían el teléfono del de los autos de choque. Que les esperaba. Que una pista de autos de choque era como una discoteca. Que nunca saldrían de ella. No lo sabíamos, no lo sabían ellos tampoco, pero estaban hablando de libertad. De la libertad en términos más amplios y absolutos que la de los adultos, que en aquella época se pasaban el día hablando de libertad. Se fueron y, en efecto, no los volví a ver. Creo que lo consiguieron. También sé que hoy deben de estar muertos. Pienso en ellos cada vez que asisto a una explosión de libertad. Ocurren. Pero ocurren en sitios aún más pequeños que una pista de autos de choque. Esta mañana he pensado en ellos, pero por otra razón. Fumaba en una terraza y, de pronto, he visto frente a mi un gato azulado. Sólo más tarde he pensado que, tal vez, fuera el humo de mi tabaco.