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La mudanza

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«He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre.»
Jorge Luis Borges, La lotería en Babilonia

Como no puedo escribir sobre otra cosa, porque este ir y venir, esta indecisión, me aturulla las meninges, escribiré sobre esto: he decidido cambiar de piso. Sí, lo sé: ya su simple enunciación concentra todo los espantos imaginables. En realidad lo decidí hace un mes y fue entonces cuando comencé a tener sueños perturbadores. Pero al fin ha comenzado la búsqueda.

Lo atroz de una mudanza es que concentra, de un modo vulgar y agotador, la angustia existencial. «¿Qué va a ser de mí?», se pregunta el inquilino a la deriva. «¿Adónde irán a dar mis huesos?». Para que usted se haga cargo, amable lector, del tamaño de mi desgracia, debe saber que pertenezco a esa estirpe que prefiere estar en su casa antes que en cualquier otro sitio. Imagine una ínsula atestada de todos los placeres del mundo y colóqueme ahí. Es posible que a los veinte minutos, quizás en mitad de una orgía o quizás en un banquete pantagruélico, yo ya estuviese rumiando cómo volver a la tranquilidad de mi hogar. Considere además que yo trabajo (si es que escribir se puede considerar trabajar) desde casa, lo que me facilita estar largas temporadas sin salir, gozando del tacto del pijama, sin injuriar mi cabeza con un peine y tomando grandes cantidades de café y amontonando sobre la mesa luego las tazas. Si cobrase un salario digno por este empeño, no se me ocurre nada más cercano a la felicidad. Y ahora, todo este universo mullido en que me complazco se ha puesto en peligro, porque decidí aspirar a vivir en una casa mejor. ¡A qué tormentos nos conduce el orgullo!

Tal como se malician, tampoco soy de esa clase de personas risueñas que confían en que todo, al final, sale bien. Más bien soy del tipo de gente que detesta a esas personas y que cree que, para un funcionamiento sensato de esta sociedad, deberían ser empujadas al mar. Así que he empezado a escrutar páginas de ofertas de alquiler, a hacer llamadas a propietarios y a despiadadas agencias inmobiliarias, y a fatigar inmuebles temibles que esconden dentro de sí las más horrorosas formas de habitar.

Vayamos con un ejemplo: ayer mismo fui a visitar un piso «recién reformado». Resultó ser un quinto piso interior, efectivamente reformado pero por un absoluto incapaz. El propietario, una especie de gnomo minado de tics, intentó persuadirme que en un día luminoso el piso recibe una luz cegadora; sin reparar, claro, en que era un día de junio absolutamente despejado a las doce del mediodía. El mobiliario era última moda mil novecientos sesenta y cinco. Un mueble enorme del salón guardaba en su interior dos prácticas camas auxiliares que no podían desplegarse y en cuyos colchones intuí el reservorio de varias enfermedades ya erradicadas. Espectaculares tesoros me aguardaban todavía en los armarios: botijos, porrones, búhos hechos de conchas, rollos aún en buen estado de papel para paredes y una perdiz taxidermizada. Cuando le conté a mi compañero de piso sólo pude recordar las palabras de Howard Carter a Lord Carnarvon: «¿Qué has visto? Cosas maravillosas».

Encontrarse con espantajos es más o menos cotidiano: se junta la desesperación por parte de los que buscan casa en una gran ciudad con la mezquindad o la absoluta falta de buen gusto de los caseros. Lo atroz, lo terrible, es cuando aparece un piso apetecible. Hay un interludio entre que confirmas y el propietario se decide que es el páramo de las angustias, el terreno pantanoso donde el deseo y el pesimismo la emprenden a garrotazos. Servidor de ustedes siempre tiene una suerte penosa en este apartado: o bien alguien se le adelanta, o bien el casero prefiere alquilar a un matrimonio con hijos, a un trapecista o Dios sabe qué perfil mucho más deseable que el mío.

Como habrán notado, aún no hemos mencionado el elemento más desquiciante de cualquier mudanza cuando se tienen unos peculios miserables: los compañeros de piso. En esta ocasión me mudo con conocidos, lo que permite, entre otras cosas, que esté ahora escribiendo este artículo en vez de estar agazapado en un rincón, agarrándome fuertemente las rodillas contra el pecho. La fauna con la que se entabla contacto por medio de la convivencia explica no sólo el ocaso de Occidente, sino en buena medida cómo el mundo está abocado a la sinrazón y a la destrucción mutua. Conozco, claro, a los cerdos. Viví una vez con un individuo que fregaba la vajilla una vez al mes y que profería vítores cuando encontraba mohos anidando en algún plato con macarrones fosilizados. Hubiese tenido cierto encanto de Doctor Frankenstein chiflado («¡Está vivo!») si no fuese por el pelo grasiento y el hedor corporal. También he convivido con despreocupados y ociosos, que he de decir que provocan más ternura que molestias. Al tipo sucio solamente se le opone, en justa lid, el neurótico. Hace poco compartí techo con un muchacho de lo más singular. Quiero decir, un absoluto tarado. Lo primero que me hizo sospechar es que le costaba mantener una conversación en la que hubiese concurso de ironía o chascarrillos. La segunda pista, admito que no menor, llegó cuando me confesó que no tomaba ni alcohol ni café. Pero la apertura del séptimo sello aconteció, sin lugar a dudas, cuando lo vi calentar una fabada de lata. Entonces supe íntimamente que aquel muchacho enclenque iba a ser un problema. Y lo fue, y tanto, porque poco a poco fuimos descubriendo que él había ideado, en su cabeza desequilibrada por la falta de cafeína, de alcohol y de comida de verdad, una posición ideal para todos los elementos de la vivienda, fuera de la cual su raquítico universo implosionaba en una pantomima pasivo-agresiva que, en confrontación con un tipo tan absolutamente despiadado como el que les habla, terminó siendo un espectáculo de luz y color.

De la primera línea de este texto a estas últimas han pasado veinte días y he sido finalmente derrotado: debo permanecer en mi antiguo piso a la espera de una ocasión más propicia. He adquirido, sin embargo, un enorme bagaje en manchas de humedad, pinturas descascarilladas y habitaciones sin ventanas. He conocido zonas de Madrid sin un comercio digno en kilómetros a la redonda. He recibido, en fin, una cura de humildad. Pertenezco a una generación destinada a habitar cubículos estrechísimos y pisos agobiantes: he pecado, como se ve, de arrogancia. Me vuelvo a la negritud de mi habitáculo, donde a partir de ahora gravita el fantasma terrible del «lo volveremos a intentar en septiembre».

 

Vikenti Nilin, From the Neighbours Series, Nº 3 (1993-hasta hoy). © Saatchi Gallery.