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Miguel Marina

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Esta conversación fue antes del verano, porque teníamos prisa: él se estaba preparando para marchar a Barcelona unos meses y yo tenía la cándida idea de que iba a escribir muchísimo durante el verano. Como no ocurrió ni lo uno ni lo otro en el periodo previsto, nos reencontramos al poco de comenzar el curso. Luego, el artículo, por esas cosas de la vida editorial, tardó en salir. Entre una charla y la otra surgió este texto.

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Miguel Marina (Madrid, 1989) pinta en un estudio cerca del río, enfrentado a la catedral. Es una sala amplia alumbrada por fluorescentes. Encuentro su zona con unos lienzos apoyados sobre la pared. Me advierte que está todo en proceso, que no me precipite. «Va a hacer un año que estoy pintando sobre el cosmos como paisaje»: la imagen del terreno que toma una sonda al aterrizar en Marte, las sombras sobre las rocas, un trozo de la pata del cachivache aeroespacial, el brazo de una constelación. «Luego, de repente, se olvida todo y es pintura: al final hablas de manchas de color, de composiciones, que es lo que me preocupa.»

El paisaje en la obra de Miguel Marina no es un hallazgo reciente. Le he visto cuadros sobre montañas, sobre bosques, sobre cabañas. El espacio, sin embargo, ayuda a cribar los elementos de la composición para reducirla a formas esenciales. Además, durante este proceso casi ascético, el color sufrió un tratamiento análogo: la paleta quedó resumida a grises negros y amarillos. Y el soporte, que usualmente había sido el lienzo, fue sustituido por el papel.

«Para hacer papeles tienes que aislar, tienes que limpiar mucho, tienes que encintar… No tienen nada que ver con la práctica de la pintura. Mucho tiempo haciendo papeles y se me olvida la batalla, que es lo que a mí me gusta.» Porque, de las muchas transiciones entre las que ocurre esta conversación, quizás la más destacable sea que lo encontré volviendo a los lienzos. «El papel ha jugado una función importante como soporte, pero realmente lo que yo hago es pintura.» Me explica con entusiasmo y con excitación las maravillas de la pintura. Es emocionante toparse de cuando en cuando con alguien que habla con pasión sobre lo que hace. «Tan sólo con cómo la aplicas, cambia todo.» Así, y es algo que se intuye con claridad en los cuadros que reposan contra la pared, el color empieza a desperezarse por encima de los grises. «Te pones a pintar y salen los colores.»

Miguel trabaja frenéticamente. Se pasa media vida encerrado en el estudio. «En el último año he hecho más obra que en toda mi vida, sólo por hacerla.» Sospecho que su obra está íntimamente ligada con estas jornadas intensivas, porque es a través de la producción acumulada, de los resultados y de su observación, a través de lo que avanza. No hay tanto de planificación en su obra como de descubrimiento; de resolución de problemas. Claro que el hallazgo puede ser más o menos venturoso. «Estás trabajando, y en los que está funcionando todo desde el principio estás muy cómodo: haces una mancha que te gusta, y como funciona, no lo tocas, porque ha ido bien desde el comienzo: los dejas. Hay otros en los que es horrible. Es un sufrimiento… Los sigues trabajando porque dices “esto no se puede quedar así”. Tienes que buscar otras cosas. Y cuando pasas la barrera, con esos con los que te has peleado, dices: hoy ha merecido la pena el día. Los que aparentemente funcionaban desde el principio se quedan muy flojos al lado. Tienes a esos, muy cohibiditos, y de repente los raros. Yo no hubiera hecho eso, pero ahí están.»

Ver a un pintor hablar de pintura es siempre fascinante. Como a un escultor de escultura, a un peluquero de melenas y a un frutero de melones —no vamos a ceder a estas alturas a los embelecos de las artes—. De entre las muchas cosas que me estuvo contando, me habló de la contaminación y de los préstamos. «Estás pintando cosas a veces, sin saberlo, muy influenciado por todas las que ves. Te pide el cuerpo hacer estas cosas —dice, señalando un motivo en un papel—, pero esto no es mío: yo no me reconozco aquí.» Igualmente, me explica cómo, ya sea en el papel, ya sea en la tela, encuentra rastros de sí mismo que permanecen imperturbables a la técnica. «Es como una caligrafía.»

Los temas que emplea su obra son, de alguna manera, excusas para indagaciones formales. Miguel se afana en los problemas de composición, así que se ha ido surtiendo de pretextos que le proporcionen imágenes adecuadas. La expedición de Shackleton a la Antártida, las imágenes que toman las sondas que enviamos al espacio, lo que enseñan los telescopios. Desde que conozco su obra —hace ya algunos años de esto— ha ido ocupándose de temas más admirables y solemnes que a la vez son, estéticamente, más sencillos. Es, claro, más deseable ocuparse de temas grandilocuentes, porque hay algo de reconfortante en emplearse en lo enorme o en lo inmortal. Pero además de todo eso, o juntamente con la elegancia de estos temas, su pintura ha ido haciéndose precisa y sutil. Si uno se detiene un momento a considerarlo, todas sus ocupaciones son, claramente, pictóricas, empezando por el paisaje, que es una creación artística, y siguiendo por las representación de galaxias, que son juegos con la escala. Es, en definitiva, una pintura que piensa la representación.

A mi regreso a Madrid no pude ver en qué habían resultado los cuadros que estaban sujetados contra la pared. Me han procurado fotos, y veo que ha vuelto, con decisión, el color a su pintura. Es una lata, pero me voy a tener que esperar hasta Navidad. Por lo visto, el AVE hasta Barcelona está carísimo.

Fotografías cedidas por Miguel Marina.