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Los abuelos

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El abuelo Pepe y la abuela Concha nacieron en los años treinta y ahora apenas salen de casa. El abuelo fue labriego y la abuela trabajó en una conservera, que en el pueblo llamaban «La Fábrica» porque era la única que había. Tuvieron cinco hijos: el que se murió, tres mujeres y un niño.

Mi abuelo se ganaba el salario en los cortijos, trabajando con los olivos, el trigo y los girasoles. Una vez me contó que para no quedarse dormido metía el despertador —uno de esos de dos campanitas y un martillo entre medio— en una palangana de metal, para que retumbase. Mi abuelo siempre habló con cariño de los olivos y de la siega. Labró con mulas e hizo todas aquellas cosas admirables que parecen lejanas pero que ocurrieron hace cincuenta años. Mi abuela trabajaba con «las mujeres» haciendo conservas de aceitunas. En Andalucía casi todo tiene que ver con los olivos. Fue entonces cuando mi madre dejó la escuela, porque alguien tenía que regir su casa.

Cuando conocí a mis abuelos, casi tenían sesenta años. Yo era el primer nieto y no tuve que ganarme su simpatía. Viven en una de esas casas absurdas que eran de vecinos y que mi abuelo fue comprando por partes a base de juntar jornales. Es uno de esos hogares alargados, con patios seguidos de patios, con corral, con cada habitación a una altura. Para un niño esto era un juguete extraordinario. Mi abuelo me sentaba con él a ver los toros y me dibujaba mulas, caballos y miuras en folios blancos ya usados por una de las caras. Lo hacía con un trazo vacilante y tembloroso. Una vez le pregunté por qué no dibujaba con líneas más decididas (a saber cómo decía yo «decidida» entonces) y me dijo que como él lo hacía salían más bonitos. Pasé muchas horas de crío con ellos, porque en uno de los salones mi madre enseñaba corte y confección.

Entre tanto, mi abuela, sentada en su mecedora, hacía ganchillo, con sus gafas bifocales sobre la nariz, una capilla sobre los hombros, las manos finas, llenas de anillos, meneando a las agujas. Creo que sólo he visto a mi abuela una vez con el pelo corto. Siempre llevó roete, que es como las mujeres del sur se recogen las melenas larguísimas en un moño apretado, sujeto con horquillas. Mis tías cuentan que cuando era joven cantaba mientras hacía las faenas. Yo nunca la oí. Recuerdo que nos metíamos en la cocina, que es poco más grande que un ascensor —¿he dicho ya que la distribución de esta casa es extrañísima?— a hacer el gazpacho en el mortero y a moler café. Había un taburetito al que me subía para llegar a la encimera. Seguro que hacíamos más cosas —siempre me ha gustado enredar en las cocinas—, pero me acuerdo especialmente del sonido de la machacadera (la mano del mortero) deshaciendo los ajos y la hierbabuena contra la sal y el barro, y el runrún del molino de café, que mi abuela hacía de pucherete. Ella nos hacía carne de membrillo —creo que en otros lugares a esto se le llama dulce de membrillo—, manteca colorá y, a veces, para desayunar, rebanás, que es pan frito mojado en salmuera que se come untándolo en miel o en arrope. También hacía las mejores aceitunas que uno puede comerse en la cuenca del Guadalquivir: partías, zajás, en cáustica o prietas. Lo mismo es una exageración, pero es que yo soy su nieto. Mi abuelo, con un gesto sagrado, cortaba el pan en la mesa con una navaja. También el queso y lo que se terciase. Bromeaba preguntando si querías un trozo de rico o de pobre. Si le decías de rico, te daba una lámina casi transparente, sofisticada, y se reía de ti. Si le decías de pobre, te cortaba una rebanada sustanciosa, como de hombre del campo. Porque eso es lo que mi abuelo fue siempre, un hombre campo, con esa reciedumbre y esa autoridad de los hombres del sur y de la posguerra y de la necesidad. El padre del abuelo se había muerto siendo él un niño (se murió, como se moría la gente antes, sin saber bien de qué) y él había tenido que ser el-hombre-de-la-casa demasiado joven. Tan de campo es que nunca han visto el mar. Hace algunos años, cuando aún podían viajar, les dije que si querían que los llevase —me parecía una atrocidad esto— y me dijeron que para qué, si ya lo veían en la tele. Tardé años en darme cuenta de que para ellos —mi abuelo grita cuando habla por teléfono, porque estás lejos— ver algo «por la tele» es un prodigio comparable a ver el mar.

A veces subíamos a un altillo que no tenía barandas y que a mí me daba pánico —siempre he tenido mucho vértigo— a ver los aperos de labranza: esto se usa para segar, esto para varear, aquello para escardar. También íbamos a la azotea, donde en macetas, que a veces eran latones de pintura lavados, había plantados ajos, cebollas y hierbabuena. Un día el abuelo dejó de ir al campo, y se pasaba las mañanas yendo a jugar al dominó, adonde «los viejos» (un centro de día), con los amigos. Tengo también en la memoria haber ido alguna vez con mi abuela a hacer la compra. Recuerdo que una vez jugábamos, mientras ella tiraba del carro hasta la casa, a averiguar qué edad tendría ella cuando yo tuviese diez, veinte, treinta y cuarenta. «Cuando tengas cuarenta yo ya me habré muerto, hijo». Y recuerdo que esta fue una de las primeras consciencias que tuve de la muerte.

Terminó llegando el día en que el abuelo dejó de ir a «los viejos» a jugar a las cartas y que la abuela dejó de ir a la compra. Las cosas de la edad. Cuando mi abuelo empezó a flaquear, mi abuela, desde la mecedora, me dijo un día mientras lo miraba caminar trabajosamente hasta el lavabo: «hay que ver cómo nos ponemos»; que es una síntesis conmovedora de lo que los filósofos llaman angustia existencial. Me acordé entonces de la tía Antonia —que era en realidad mi tía bisabuela—, que murió siendo yo niño, que repetía «lo que tenéis que hacer es comer mucho, beber mucho y reíros mucho». Su esposo, el tío Manuel, que había sido porquero, siempre decía «tienes que comer para ponerte grande, fuerte y gordo». Debió de haber pasado mucha hambre.

El abuelo Pepe, cuando todos temíamos una vejez ingobernable, porque nunca había dejado mandarse, nos sorprendió con un espíritu manso. Se queda sentado y se ríe, cumpliendo así esa exigencia evangélica del «haceos como niños». Incluso hace algún chiste de cuando en cuando. Ahora los veo poco por esta lata de vivir en Madrid. Mi abuela, siempre que me ve, me agarra de las manos mientras hablamos. Ahora ella tiene menos anillos: los ha ido repartiendo entre los nietos. De hecho, yo llevo uno. Este año hicieron cincuentaisiete de casados, y antes, en esos noviazgos de antes, llevaban juntos diez. Pienso mucho en ellos y me entero de sus aventuras en las llamadas que hago a casa. Hace unas semanas, mi tía madrina me contó que llegó y mi abuelo estaba concentrado viendo los toros en la televisión.

—Pepe, ¿qué haces?

—Aquí, toreando.

—Te veo las manos quietas…

—Yo es que toreo con los ojos.

Fotografía cedida por el autor del artículo.