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Víctor Santamarina

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El estudio de Víctor Santamarina (Madrid, 1990) tiene buhardilla y sótano. Está en el centro de Madrid, junto a la plaza de Olavide. Mientras me acercaba (me he perdido dos veces en 400 metros) un viandante y un conductor reñían intentando discernir quién tiene más derecho a transitar por la mitad del asfalto. Ha ganado el viejo.

El estudio es pequeño y luminoso, y deja oír el trasiego de la calle. Detrás de un portalón, como de cripta, hay una escalera desvencijada por la que uno se adentra hasta el sótano, que es donde Víctor hace sus escayolas. Nos sentamos arriba, en su mesa de estudio, con una litrona comprada en el chino de la esquina; saco el cuaderno y conecto la grabadora para parecer profesional.

Le pregunto por las piezas que he visto en el sótano. Me dice que él está muy interesado por la materialidad de los objetos y en el lugar que ocupan en el espacio. Las piezas que he visto tienen una genealogía muy peculiar: son esculturas de una pincelada de un cuadro (El sentido de la vista, una de las colaboraciones de Brueghel el Viejo y Rubens) en el que se representan esculturas. Víctor me dice que él es un escultor «del modo en que un pintor se siente pintor», pero me declara su fascinación por la pintura, así que ha establecido un trasiego constante entre una disciplina y otra: un traspaso de formas. Este ir y venir tiene sus precedentes: me recuerda cómo se han empleado, tradicionalmente, copias en yeso de esculturas clásicas para ejercitar el uso del dibujo. Sospecho que le satisface formar parte de una tradición tan venerable, o al menos, evidenciarla.

Le cuento, al hilo de estas cosas, una de mis preocupaciones recientes (para que no parezca un interrogatorio): cómo la representación se hace cargo de objetos comunes que, por alguna intervención de lo trascendente, son ontológicamente superiores al resto. Me explico: piense en El sueño de Jacob, de Ribera, que está en el Prado. El cuadro representa al patriarca dando una cabezada usando una piedra como almohada, y cómo en esto soñó con una escalera por la cual los ángeles suben y bajan al cielo (gran humildad por parte de seres con alas usar peldaños). Al despertar, entendió que Dios había querido decirle algo con eso: este lugar es sagrado. Así que construyó una estela sobre la piedra, donde después se erigiría el santuario de Betel. Dios siempre se ve obligado a estas artimañas cuando quiere decirnos algo, porque él no puede presentarse «personalmente» a contarte nada, porque sobreexcede las categorías de nuestro entendimiento y no nos enteraríamos de lo que quiere decir, y muy probablemente nos matase en el proceso (ver a Dios es morir, por eso Moisés, que era un pastor pero no era idiota, cuando sospecha que una zarza ardiente que no se consume puede ser el Ser, se tira rostro a tierra). Así que siempre se ve obligado a servirse de trastos y cachivaches: un arbusto, una estrella, una piedra o un ángel (un correveidile). Esto plantea un juego interesantísimo: esas «cosas», que de suyo son objetos absolutamente irrelevantes, se convierten súbitamente en los objetos verdaderamente reales, ontológicamente superiores.

Él me habla de un proyecto en el que anduvo, sobre el Mont Blanc y el Aiguille du Midi. En resumen, cuando uno se acerca al pueblito desde el que se accede al Mont Blanc, ve una montaña colosal e imponente que no es la que se busca, sino el Aiguille du Midi; que desde todas las posiciones parece «la montaña», pero que está condenada a ser una segundona porque es unos cientos de metros más pequeña que «la montaña que hemos subido a ver». De hecho, su función es servir de mirador para que uno contemple la otra. «Vaya, es como Juan el Bautista», le digo. «Al final esas dinámicas de la religión están en todos lados», me responde. Pero «ya no estoy trabajando en eso», me dice. Ahora está viendo libros medievales sobre los catálogos que usaban los artistas para que los mecenas escogiesen cómo componer sus encargos. Al fin y al cabo, me parece, es la misma preocupación: por qué escogemos unas cosas y rechazamos otras.

Lo de los catálogos es asombroso. En el medievo, los artesanos tenían muestrarios de cabezas de santos, caballos, vírgenes y demás utilería. Existe otra modalidad, aun más fascinante: cuadros que funcionaban como un compendio de todas las cosas representables: paisajes con un montón de montañas, caballos, castillos y personajes de toda ralea. Así, el cliente simplemente tenía que escoger qué quería y se le preparaba el encargo al gusto. «Es algo en lo que espero meterme a trabajar pronto».

Volvemos al asunto de la escayola. Le pregunto sobre la elección del material. Me responde que es muy barato y que eso le da mucha libertad. Además, me cuenta cómo la mayoría de los escultores (salvo Miguel Ángel, de quien habla con veneración) han trabajado siempre en materiales menores, como la arcilla o la escayola, y que luego han traspasado, en «un proceso casi industrial», esos bocetos a los bloques de mármol, material noble, blanco e imperecedero. Quedarse en la escayola es una vindicación de la práctica: «Durante el proceso de producción están todas las delicias del arte».

Casi al final me asegura que lo que le gusta es estar en el taller, produciendo, y que en realidad los temas de su obra son sólo excusas para procurarse el deleite de estar trabajando. Hablamos un rato sobre (ambos compartimos esta idea) la importancia de la belleza en el arte en esta época tan preocupada por el discurso. Lo miro mientras me enseña las rugosidades que conserva la escayola de su paso por el molde, al mismo tiempo que admira las contingencias de las piezas, y pienso que debo marcharme para dejarlo hacer.

Me cuenta que en unos meses deja Madrid para ir dos años a Róterdam para estudiar un máster. Lo dejo sentado en la puerta, en una silla desplegable, tomando el sol. «Es mi momento favorito del día, me siento aquí y almuerzo». Me pregunto si el sol de los Países Bajos será tan reconfortante.

 

Fotografías de Víctor Santamarina.