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José Díaz

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José Díaz (Madrid, 1981) trabaja en un estudio concurrido. Es un espacio industrial, rectangular, y él tiene un pedazo al fondo a la izquierda. Me recibe con amabilidad y me ofrece zumo de naranja. Lo veo preocupado porque no me manche la gabardina mientras merodeo por allí: tengo siempre la feliz idea de vestirme como Gay Talese para ir a sitios peligrosos para la indumentaria. Nos sentamos alrededor de una mesita: «José, vamos a fingir que no nos conocemos».

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Cuéntame cómo funcionas en el estudio, le pregunto. José Díaz no tiene demasiadas ideas románticas: asume la cotidianidad y sus vicisitudes. Se ha pasado años correteando de un trabajo a otro (el flanerismo de la clase obrera) y pintando a ratos. «El estudio es el lugar donde hacer la digestión.» De la vida en general, entiendo. Es donde se va («me pongo mascarilla, pongo una especie de alfombra sobre el suelo y claro, es que voy a otro sitio») a pintar con todo a cuestas: «Estoy muy contaminado. No estoy limpio de nada y estoy pintando con todo eso».

A mi derecha hay unos cuadros apoyados contra el muro. «Cuando terminemos de hablar te enseño unos grandes, a ver qué te parecen.» Claro, le digo (secretamente hago esta sección para poder ir a husmear a los estudios ajenos). «Sigo pintando improvisando.» Me habla del laberinto, que le parece que se ha representado mal en la historia del arte: «siempre aparece desde arriba, pero uno en el laberinto no tiene el mapa, sino que sólo ve una pared». Se identifica con esa mirada miope, que sólo alcanza a ver lo que tiene delante y que intuye que está perdido. Su proceso es prolongado, improvisa durante semanas: vuelve una y otra vez sobre el cuadro, y lo atiborra o lo expolia. Emplea una pincelada vigorosa y erosionante; pinta con determinación y a veces enmienda, con la misma decisión el trazo anterior en la capa siguiente. Pero la vacilación no se oculta, sino que se exhibe delante del espectador. Esas imágenes que produce están llenas de ruido y de agitación; no tienen nitidez, no hay fondo ni hay figura, sino un entramado contingente que, en su resultado, ha encapsulado todo el tiempo del proceso.

«Me gusta más pintar que la pintura». Me lo suelta como una confesión. «Tengo que quitarme “pintura” de la boca y poner “pintar”». La conversación está llena de referencias y de citas, en una mezcla que ponen en guardia a un tipo cartesiano como yo. Sale a cuenta el psicoanálisis y la teoría de los arquetipos universales; también los místicos españoles, sus lecturas de Nietzsche, el realismo especulativo, las sinsombrero, la supuesta metafísica española. «Mi objeto de estudio es mi propia pintura», me dice, para que entienda que él se busca en sus cuadros, como si fueran una suerte de escritura automática. Hace años, antes de que se popularizara el uso de la búsqueda por reconocimiento de imágenes, José Díaz anduvo trabajando con un software al que le administraba el resultado de sus cuadros para que el robot le dijese qué veía en ellos. El programa era japonés, así que pueden imaginarse el repertorio que aquello devolvía. «Es como el juego del teléfono descacharrado.» No le interesa una investigación genealógica, sino constatar la pérdida del sentido original, los malentendidos, los adheridos. Su relación con la tecnología es singular. Cuando le pincho con la idea del artista ensimismado (idea que a mí mismo me parece muy apetitosa, en un panorama plagado de compromisos actualísimos y pasajeros), me dice que ya no hay torres de marfil, que con un ordenador no sólo no puedes estar aislado, sino que estás en más sitios de los que los artistas pre-internet hubiesen deseado estar. «La torre de marfil tiene una manzana detrás de la pantalla y mil ventanas».

Se ha puesto en una posición de tensión: «ser pintor hoy día es una posición de resistencia». Pero a la vez, está preocupadísimo por las cosas de su tiempo. Lo de los buscadores no es anecdótico. Su pintura, en resumen, es fruto de ese estar en el barro: ir corriendo de un trabajo a otro, los ruidos de la ciudad, la sobredosis de información, lo demasiados estímulos, la velocidad de la tecnología. Intenta, en un esfuerzo titánico y en consecuencia estéril, abarcar todo eso desde su pequeña trinchera de pintor.

Nos levantamos y me lleva a ver lo que anda haciendo. Me saca unos papeles interesantísimos, pruebas en formato más asequible que los lienzos. Tiene una carpeta con unos terminados y una pared con otra remesa lista, blancos y sujetos con cinta de carrocero, esperando su turno. Me pide ayuda para sacar dos cuadros enormes. Me sorprende la coherencia estética que tiene todo lo que me enseña. Luego me cuenta unas cosas que me advierte que no puedo publicar; después alegremente fuimos en busca del autobús, porque era la hora de comer.

 

Fotografías de José Díaz.