Contenido

Cascarón de Huevo

Modo lectura

Pronto se cumplirá un año desde que me mudé a una comarca rural bastante remota. Tan remota que para subir y bajar contenidos de internet tenemos que visitar el pueblo vecino, un sitio muy bonito y amable. Pero dado que nuestra norma vital es evitar vestirnos dentro de lo posible, cada vez vamos menos. Nuestras cuentas de Vuze y de Dropbox están muertas de risa. Han transcurrido semanas desde la última vez que asomé por allí. Además hace un frío del copón y yo antes del éxodo urbano no me había movido de Sevilla más que para salir de excursión. En la casa, venga a rular las lavadoras de pijamas, nos conectamos a internet a través del 3G del móvil, lo que limita la actividad reduciéndola al nivel de 1999 más o menos. Esto ha cambiado en gran medida nuestras costumbres cotidianas.

A lo largo de 2014 me he perdido un montón de cosas. Apenas me enteré de lo que ocurrió con The Pirate Bay, por ejemplo. Hubo un susto que no sé bien cómo acabó. Lo puedo investigar pero ése no es el tema. La cuestión es que un año atrás habría sido noticia de portada para mí y habría clamado sobre ello con el corazón en un puño. Nuestros héroes piratas, perseguidos de nuevo. Hace mucho que no estamos al día del ritmo al que bailan los Venga Monjas. Hemos conseguido desintoxicarnos de Flos Mariae, eso ha estado bien. Del porno qué os voy a contar, es un tema que me escuece especialmente, un pequeño drama para mi trayectoria. Cuando paso una noche en la ciudad la echo devorando el infinito material que Xvideos me ofrece con los ojos secos y ese entusiasmo imperialista propio de la pubertad. La actitud que realmente habría adoptado si me lo hubieran enseñado en 1999.

Aquí, en el pueblo, las veladas transcurren como contaba la gaviota de La Sirenita sobre la Prehisteria, cuando los humanos nos pasábamos las horas mirándonos los unos a los otros. No hay películas nuevas para nosotros, ni capítulos de series, igual que nos ahorramos horas muertas de redes sociales, de chat, de pomadeo superfluo. Escarbamos como locos en la colección de DVD’s anticuados y escuchamos los mismos discos una y otra vez. Si nos conectamos vamos a tiro hecho, como un padre bonachón que se dispone a mandar un emilio a un colega.

Pero ahora va a cambiar el plan. Hemos conseguido unas antenas que prometen enviarnos un wifi puro y digno desde el actualizado pueblo vecino. Nos hace ilusión pero todavía no hemos averiguado cómo se instalan, supongo que  porque también nos da miedo. ¿Qué será de nuestras sobremesas de Gran Hermano, desarrollando trastornos  de interior, delirando de aislamiento? La bendición de Filmin, de Youtube, el vuelo frenético de enlaces de descarga directa nos amenazan.  Lo queremos tener, incluso se podría decir que lo necesitamos. Pero ya lo hemos vivido antes y precisamente por eso nos miramos con agonía a lo largo de estas últimas noches de feliz anonimato medieval.

Estamos a punto de entrar en el año 2000. Un año 2000 muy avanzado, muy sofisticado. Vamos a regresar al futuro profundo y errante del que proveníamos. Rezad por nosotros.

Lo bueno es que a lo largo de 2014 también hemos descubierto muchas otras cosas que con suerte ayudarán a paliar la desubicación. Vivir en la sierra, en el campo, te proporciona lecciones tan básicas y valiosas que a veces claman al cielo. Asuntos sobre humedades, fuego, arañas, caracoles, podas, recolección y cultivo de alimentos. Sobre animales. A pocos metros de mi ventana pastan unas cincuenta ovejas ahora mismo. El ADSL es un tostón al lado de tamaña oferta.

Debo confesar con pudor que apenas sabíamos nada de este mundo verde e irregular antes de instalarnos, y que ahora nos vemos en condición de cascarón de huevo en todas partes. Para quienes no estén familiarizados con este término, que te nombren cascarón de huevo significa ser tan torpe y bobo como para que se te permita jugar por pena sin que tus movimientos alteren el marcador. Se le suele aplicar a los novatos y a los participantes con necesidades especiales para el aprendizaje. La modernidad se nos ha escurrido entre los dedos y cuando viajamos a la metrópoli nos comportamos como los clásicos catetos seniles a los que todas las tiendas les parecen nuevas. Tampoco hemos sido capaces de agarrarnos a la sabiduría rural como está mandado y seguimos siendo los mismos hijos mimados de la tecnología. Aún es pronto y el pijama tira lo suyo. Nos falta un hervor. Estamos cuajados, en primero. En primero de campo.

Me consta que muchos os encontráis en segundo o en tercero, pero la mayoría no tenéis ni acabado el preescolar y sólo concebís habitar el paisaje obsesivamente reticulado en el que yo también me crié. Con el fin de compartir con vosotros los hallazgos, el estupor y también la profunda vergüenza que me embarga al enfrentarme a mi propia ignorancia, os presento estas crónicas de primero de campo. Las de una niña pava y urbanizada que de repente se agobia cuando entra al Mercadona y que ya sólo contempla dos tipos de calzado en su día a día: las botas de montaña y las babuchas polares.