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La muerte pelona

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Estamos en la rivera, chapoteando entre las rocas resbaladizas. Descalzos, en bañador. El agua nos llega por las rodillas, no se puede nadar mucho, la fiesta va más de mojarse el culo y pasarlo bien, frescos como gorriones. Pececitos diminutos nos mordisquean los pies y los dejan pulidos a base de cosquillas. La mochila y las ropas están lejos.

Oímos gritos, ajetreo y sonidos propios de pastor en apuros. El ruido se acerca. Nuestro cachondeo cesa, intercambiamos miradas expectantes. Un toro fugado irrumpe en la escena. En realidad no sabemos si se trata de un toro o una vaca pero tiene cuernos, melena pelirroja, los músculos a punto de explotar y un cabreo considerable. El enorme animal está a unos quince metros y se acerca mirándonos fijamente. Cada segundo pesa como un milenio sobre la nuca. No nos movemos, no decimos nada. Somos torpes entre las piedras cubiertas de baba con el aliento contenido, no queremos llamar su atención. Me pregunto qué hacer si me alcanza, si en su intento de huida decide arrollar mi cuerpo blando y semidesnudo. En la carne indefensa no hay respuesta para mí y asimilo que no tengo estrategia, que si viene me quedaré inmóvil y aceptaré el designio, que no cabe muerte más digna que la de recibir justa venganza de un mundo salvaje que se rebela. Un tiburón de mala leche frente a una sardina sabihonda.

Llega el pastor muy alterado y nos ve clavados en el sitio, chillando que no nos preocupemos pero que mejor nos estemos quietos. El bovino gira de repente y vuelve a escapar cruzando rápidamente el río con un estruendo prehistórico. Escala hasta el otro lado, sus movimientos gruesos y ágiles al mismo tiempo. Oímos su carrera y nos mantenemos alerta, pendientes de todas las direcciones a la vez. Llega a voces la noticia de su regreso al redil.

-¡Ya está, ya se ha pasado!

Me vi con una hoja de parra afrontando la ira de una bestia que no estaba de acuerdo con la idea de ser ganado. Animal contra animal, sin armas. Lo poco con lo que vine al mundo, todo de adorno. Las uñas cortas por debajo del nivel de la carne, los dientes relucientes, las encías sensibles, las plantas de los pies exfoliadas y lijadas.

Estas cosas ocurren. Cosas serias para las que no estoy preparada. Cruzarte con un zorro precioso, con una especie extraordinaria de mantis religiosa. Que te pegue un susto la mariposa colibrí y te estornude en la cara el burro más dulce de la comarca. Ser perseguida por un cochinito al trote que no sabes si pretende jugar o arrancarte una mano, porque los gorrinos son muy simpáticos pero se lo comen todo.

Mi piso en la ciudad estaba flanqueado por demonios. Coches, autobuses, motos, gente peligrosa, perros sarnosos, competitividad, el sospechoso rumor del frenesí. Nada comparado con el respeto que me impuso lo que ocurrió la semana pasada.

Cuando el campo más seco estaba, muerto y duro, la gente rezando plegarias al cielo para que por fin reviviera un paisaje achicharrado, hubo un incendio. La peste a quemado sacó a la calle a dormidos y despiertos a media noche, todo el mundo en planta en medio del pueblo con un ataque de ansiedad. El valle relleno de humo y las cuencas de los ojos desgarrándose mientras averiguábamos de dónde venía. Al parecer, un fallo eléctrico había ocasionado un chispazo dentro de una casa vieja que se quemaba con furia. Una columna de fuego crepitaba contra el lienzo negro de la noche. Acercarse era un auténtico infierno. El humo asfixiaba, la cara escocía y el viento esparcía escombros en llamas por todas partes. El sonido de la construcción desmoronándose cortaba la respiración desde muchos metros de distancia. Alrededor de nosotros, kilómetros de jaramagos listos para arder. Temiéndonos lo peor, nos mantuvimos en guardia para meternos en el coche y huir en cualquier momento. La cuestión es que los bomberos no llegaban porque estamos muy lejos. Los rostros de los vecinos expresaban la profunda angustia propia de una batalla decisiva que se está perdiendo. El rescate tardaba tanto que los lugareños decidieron arriesgarse a sofocar al monstruo por su cuenta. Conseguían aplacarlo bajo el agua durante algunos segundos de paz y se volvía a encender una y otra vez, hambriento e incontrolable. Yo en camisón con la boca cubierta por un pañuelo, tosiendo como una hormiga en manos del destino implacable, intentando evitar la imagen de la tierra que me acoge frita y devastada.

Las cosas salieron bien al final y nos fuimos a dormir. Ahora los despojos que quedan de la estructura de la casa nos miran, haciendo hincapié en que nosotros podríamos estar igual. Cualquier día ocurrirá, tal vez sin avisar. Como un chispazo eléctrico indeseado, como un cuerno clavado en unas tripas que al poco se vuelven mojama bajo el sutil horneado del Sol.

Últimamente he conocido la amenaza de la fauna en rabiosa libertad. Me han presentado por fin a ese poderosísimo enemigo que es el fuego. El campo no es el cielo, el campo también es un averno extraño. ¿Hay alguna esquina en este mundo que sea comprensible con los ojos abiertos? Pero me parece bien, desde aquí acepto el trato aunque sea hirviendo en una olla y a regañadientes. Hombres raros, bestias pardas, estrellas fugaces que parecen anunciar el fin de los tiempos. Mi calavera fósil enterrada en el corral.

Que llueva pronto, que se ponga el suelo verde y tierno. Que si hace falta cavar una zanja le cueste a mi gente menos trabajo.

 

Fotos de Joaquín León