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El Holocausto

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Esta semana me ha picado una avispa en el culo, como en los dibujos animados. Por suerte somos unos animales enormes y su agresión para mí no significa más que una roncha y unos picores. Si no fuésemos tan grandes la Naturaleza podría reprimir nuestra dudosa actividad más fácilmente y mantener el equilibrio. Eso supondría para nosotros una vida mucho más tensa. La avispa podría haberme causado graves lesiones o la muerte. Este asunto es un lío. A veces pienso que esa Naturaleza, por llamarla de alguna forma, tiene unas tendencias algo desviadas y por eso nosotros, una de sus más barrocas creaciones, nos comportamos de forma tan destructiva y cruel. Para fomentar la larga fiesta de este ente del que todo forma parte.

No es una gran teoría, pero me sirve para empatizar con el devenir de los acontecimientos. Aumenta mi capacidad para el perdón. Quien esté libre de haberse castigado a sí mismo alguna vez de una forma un poco rara, de haberse hecho incluso algo de daño consciente y culpable, que enseñe las palmas de las manos, a ver si están rojas. Millones de mis células han sido sacrificadas por diversión bajo el régimen de una voluntad propia y suicida.

El flujo de la Naturaleza es tan hermoso como extraño, plagado de belleza y sufrimiento. Nos cubre de dilemas morales que supongo forman parte del espectáculo, del peep show en el que estamos actuando desde el nacimiento. Ahora mismo yo escribo en un cuaderno junto a un arroyo. Tengo que cuidarme de las ortigas, de las hormigas gigantes que rondan la piedra donde me he sentado y que trinan por pegarme un mordisco si me despisto un momento. Tienen unas mandíbulas respetables. Por el camino hasta aquí he evitado todo tipo de abejorros, tábanos y también algunos insectos rastreros, unos inofensivos y otros no. Por no hablar de los pequeños reptiles, culebras incluidas, plato favorito de las águilas que pueblan la región. Me gustan las águilas. Para seguir viendo los pájaros necesito vivir cerca de cosas que me parecen desagradables como gusanos, culebras o grandes cadáveres para los buitres.

Por otro lado están las criaturas que he despedazado sin darme cuenta. Pero qué le hago. Soy enorme, me muevo de manera torpe y rotunda. Lo aplasto todo a mi paso. A lo largo de este inocente paseo he dañado fauna y flora por doquier, y lo volveré a hacer cuando me marche. Dentro de lo que cabe, es fácil para mí no sentirme responsable del deterioro causado, sin darme cuenta de que la más burda devastación es inmanente a la construcción de mi propio hogar. La civilización se nos presenta aséptica y normalizadora, como lo más lógico del mundo ante los ojos de los niños. No es frecuente pisar bichos a través de la calle limpia y seca, incansablemente barrida y asfaltada. Las cucarachas siembran el terror. Mantener bajo control el acecho de lo natural es una tarea tan ardua como ingrata. Pero alguien tiene que hacerlo. Mucha gente tiene que hacerlo.

Yo, por ejemplo, acribillé ayer docenas de arañas que habitaban una parte de la casa. Si una araña puede ser feliz, que creo que sí, éstas lo eran. Pero mi egoísmo intrínseco y mi instinto de supervivencia me empujan a llevar a cabo el holocausto. Un duendecillo civilizador que llevo dentro me lo ordena. Y no es sencillo contradecir su voz, algunos de sus argumentos más básicos resultan muy convincentes.

Por mucho que busco en mi interior, no encuentro forma de desear compartir la vida con esas arañas. Si estáis pensando que soy un monstruo quizá sea porque no os imagináis a qué clase de arañas me refiero. No son sólo unas amiguitas diminutas a las que observar decorando una esquina con sus virtuosas telas, preciadas aliadas en la lucha contra el molesto mosquito. No puedes capturarlas con un trapo y echarlas por la ventana. Son grandes y valientes. Te plantan cara.

Las arañas nunca me habían preocupado, pero es que nunca me había enfrentado a arañas así. Si permito que la evolución siga su curso, acabarán formando túneles en la pared. Túneles embalsamados con el grosor de mi puño, como los que suelo quedarme mirando por el camino. Muchas se asoman. Cuando las veo, los nidos que hemos destruido y que pesan en mi conciencia se tiñen en la memoria de un tono ardiente. El color del peligro.

Mi pared también es de piedra en algunas zonas. Piedra y montaña. Territorio insondable cuyo reclamo requiere trabajo constante. Hongos, salitre y caracoles brotan de la nada. Tengo que defender el campamento lo mejor que pueda. Tal vez sería más digno dejar de lavarme y de limpiar para siempre, contemplar con mansedumbre cómo la casa se funde con las humedades y las malas hierbas levantan el suelo, cómo los parásitos me comen por dentro y por fuera.

Por lo menos espero que alguien esté disfrutando de lo lindo con toda esta trifulca. Necesito pensarlo cuando me tiran las agujetas que me han salido en el dedo índice de apretar el botón del insecticida, cuando retiro los restos de cadáveres de la suela de la zapatilla.

Volviendo de la ribera me he cruzado con un zorro que me ha mantenido la mirada un segundo antes de emprender la huida. Ha obrado bien el zorrito, me ha dejado tranquila. Sabe que a cierto nivel al final todos mostramos la misma calaña. Me reconoce y corre. Qué otra cosa podría hacer habiéndose encontrado con una genocida como yo.