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Vengo de pasar en Berlín un montón de días. Por ahí de paseo, tomando notas de vez en cuando. No se puede decir que esté recién llegada pero la paliza ha sido tan grande que apenas me he empezado a recuperar. No penséis que aludo, sacudiéndome el vacile de los hombros, a las consecuencias de grandes fiestas. Me he dedicado a deambular de un lado a otro con el estómago dilatado y encogido al mismo tiempo. El cuadernito apretado en la mano húmeda, mi único amuleto, mi cetro mágico capaz de desintegrar el horror a cierto nivel dimensional.

Retomo ahora esas notas trémulas y desperdigadas. Algunas me llegan con un espíritu optimista. Palabras bonitas sobre gente amable. Pero la mayor parte de lo que traigo no entra en esa categoría. Son apuntes desde el terror misántropo y agorafóbico de quien se había olvidado por completo de lo que se siente en una gran capital extranjera. Páginas medio muertas con frases entrecortadas en las que me da apuro desahogarme. Os conté hace poco que viviendo en el campo me había vuelto quisquillosa. No tenía idea de hasta qué punto ese escrúpulo se había desarrollado. No es que me haya convertido en una finolis, es que prácticamente me he ido cagando encima por la calle. Sé que el curry tiene que ver, pero el curry y yo ya nos conocíamos. Te amarillea las tripas, pero no produce ansiedad. Ha sido mi tercera vez en Berlín. La más dura. “Chica, no aguantas nada”, diréis algunos. Supongo que es verdad.

En el primer tren que había de conducirnos de aeropuerto a ciudad, un revisor nos pidió los billetes. Ciento cincuenta kilos de músculo, la cabeza rapada y la palabra “CATHOLIC” tatuada a todo lo largo de un brazo grueso y lampiño. En aquel instante me di cuenta de que no estaba preparada para el paisaje que me esperaba. Los acontecimientos me impactan y me penetran más larga y hondamente que nunca. He perdido la capacidad de reírme de lo ajeno. No veía el momento de volver con mi mamá.

Durante nuestra primera excursión nos encontramos con una serpiente, una especie de ritual satánico interrumpido sobre el que prefiero no pensar, un falso asesino en serie que resultó ser un ciervo y los mastodónticos restos de dos civilizaciones fallidas.  Primero la nazi y después la soviética. De lo que vino a continuación tampoco me siento especialmente orgullosa.

Si bien es cierto que aquel lugar reunía todas las cualidades como centro de actividades ideal para cualquier auténtico psicópata, al final lo único que pasó fue que nos comimos unos bocatas de jamón y nos dormimos en el autobús de vuelta, agotados por la tensión semiparanormal de la expedición. El terror de verdad aguardaba en otro sitio. Un sitio enjambrado que me veía obligada a pisar constantemente. Los camellos negros que se te insinúan con lascivia mientras atraviesas los parques no son nada comparados con las tiranteces del metro. Baste decir que cuando pienso en abordar los asuntos relacionados con el metro me cubro la cara con la mano izquierda cinco minutos antes de seguir escribiendo. Sólo en mi propia piel soy capaz de encontrar cobijo para continuar ignorando las antipáticas secuelas hobessianas que suponen el más importante suvenir de este viaje.

La gente está acostumbrada a temerle a un prójimo que busca divertirse violentando a los demás, a echarle cara al panorama, a que valga la pena la incomodidad por la intensidad de las experiencias vividas en caso de que ningún desastre ocurra. La gente es valiente, está lista para defenderse de una agresión en todo momento. El metro es el instituto más duro del barrio más bajo. Te cambian de clase cada cinco minutos, no puedes fiarte ni de tu sombra. La amenaza no se acaba nunca. Al salir a la calle te topas con una brillante furgoneta Hummer negra con una cruz celta impresa enorme a cada lado. Las toneladas de personas alegres, dulces y creativas que me he encontrado no han conseguido descomprimir un corazón que no ha bombeado medio tranquilo hasta meterse en su habitación.

Ya conocéis mi historia de amor con las habitaciones. Supongo que tampoco le quedan dudas a nadie sobre cómo me fue en el instituto.

Tras casi dos semanas de inquietud en la capital alemana, viéndome en el espejo con menos herramientas sociales que a los quince años, sentí la llamada que tanto estaba necesitando. Una llamada religiosa en toda regla, desde el interior de una hermosa iglesia en la que un joven coro escandinavo ensayaba con virtuosismo. El director corregía y ellos entonaban cada vez mejor mientras el ocaso se filtraba a través de las vidrieras coloreadas. Os vais a reír de mí. Las iglesias jamás han albergado un interés más allá del turístico a mis ojos. Me senté en un banco a escuchar. Intenté aguantarme las lágrimas pero no lo conseguí. Lloré sentada en aquel banco, sintiéndome tan ridícula como cobijada por la calidez del canto y la iluminación. La única palabra que pude distinguir fue María. Pensé en la figura de la Virgen, una madre blanca y piadosa sobre la que yacer rabiando de mero desconcierto existencial. La Virgen María se me apareció como a una campesina medieval analfabeta y puritana. Me indicó de nuevo el camino extraviado hacia dentro, en el que no falla.

Ah, las complejidades de Europa habían hecho mella en mi integridad. Quién me iba a decir que Kant vendría a rescatarme a estas alturas.