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Una habitación sin feedback

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A mi perfil de Facebook en 1997 yo le había colocado de portada una foto gigante donde los chicos de Blur salían muy guapos. Presidiendo el cabecero dela cama. De avatar llevaba puesta la cara de Bulma o de Winona Ryder o de Tank Girl, dependiendo del día. Mi escueto muro quedaba resumido en un corcho donde algunos saluditos iluminaban el escozor del solitario atardecer. Mi tablet era una carpeta forrada de recortes provista con todo lo necesario para ofrecerle una idea a cualquier viandante sobre mi estilo de vida. Sobre mi signo del zodiaco y mis películas preferidas.

La forma en que funciona este tipo de perfil apenas ha cambiado hoy. Cuando alguien se implica en la red invita al mundo a conocer los mejores escondites de su cuarto. Se fragua una identidad llena de páginas del diario, referencias y cosas favoritas. No hay nada más juvenil que tener un diario y una lista de cosas favoritas. Ahora se cuelgan en forma de publicaciones.

 

LA VIRTUALIDAD ORDINARIA

El magnetismo de ese espacio propio virtual viene determinado por la identificación de sus habitantes —exhaustivos decoradores— con los objetos que contiene. Los adolescentes son seres mitómanos, enganchados a la mercancía. Que los iconos pop de la era pre-internet ya no existan del mismo modo ha terminado posibilitando la humanización del ídolo, pero también una plataforma de idealización para cualquier internauta de a pie. No hace falta poseer un objeto para ser relacionado con él. Basta con enlazarlo.

La máxima aspiración de un adolescente, tenga la edad que tenga, reside ahora en convertirse en carne de muro a ojos ajenos: hacerse famoso, devenir motivo de ornamento definitorio para los demás. Unas veces esta victoria final llega por casualidad; otras esconde jornadas de frenético trabajo en la sombra. Trabajo que se realiza a lo largo de un encierro concienzudo. Pensando en silencio sobre la cama. Organizando. El protagonista de Arrebato (Iván Zulueta, 1979), obsesionado y absorbido por la filmación y la proyección, acaba mudándose de la vida real al propio celuloide.

Nos hemos arrebatado el derecho a retirarnos a reflexionar dentro del comodísimo ámbito de lo desapercibido. Tenemos que colgar una foto en la que estamos pensando en la cama. Una foto que muestre que estamos organizando algo. Si no la subimos, será difícil que a alguien le acabe llegando el resultado del proyecto, ya sea éste de carácter personal o laboral.

El aislamiento ha adquirido un significado inesperado. Se ha emparentado con el lujo.

Nuestro perfil está expuesto las veinticuatro horas al escrutinio de quien desee entrar a husmear. La configuración de la privacidad es poco fiable. Esta particularidad suele despertar grandes antipatías. En cualquier momento cambian los parámetros, tu pestillo forzado sin avisar, e incluso los desconocidos pueden entrar a observarte con la impunidad del voyeur.

Otros deciden mantenerlo abierto sin pudor, o tienen miles de amigos con pase VIP. Antes sólo mostrabas de manera incondicional tu imperio a unos pocos elegidos. Tus mejores compañeros, gente en la que confiar. Para los demás permanecía cerrado, o se exhibía ocasionalmente si ofrecía buen aspecto. No se enseñaba el desorden ni el tránsito. Esta falta de decoro nos ha hecho vulnerables. La construcción de la identidad es un proyecto absorbente.

Pero a veces hay que cerrar el chiringuito y cambiar las cosas de sitio, reubicarse. La exhibición constante a la que estamos sometidos nos priva de ese retiro, de esa reorganización privada, dejando un registro de identidad itinerante.

Facebook no da tregua. Las publicaciones funcionan como noticias que se ordenan a merced de un criterio riguroso. Su relevancia depende de la audiencia e interacción que haya obtenido la noticia en sí, pero también de la frecuencia con que el usuario interviene en la red. Si tu actividad decrece, tus contactos acaban por dejarte de ver. Desapareces.

 

REIVINDICACIÓN DE LA HUIDA

La actividad incansable que requiere el éxito dentro de toda red social no sólo expone un tránsito que antes pertenecía al ámbito de lo obsceno sino que impide la evolución natural del individuo, dentro de la memoria ajena y de la propia. Se ha establecido la necesidad de ver y retransmitir el making of de la vida en directo, haciendo partícipes a los seguidores del proceso. Pero esta parada para atender a las masas implica un tropiezo para el propio creador. El viajante que dedica más tiempo a hacer fotos para Instagram que a disfrutar del paisaje constituye ya un tópico. Dar a conocer cada paso constriñe la capacidad de continuar el movimiento. Se forma un anclaje que se comporta con extrema dureza incluso cuando alguien sencillamente encuentra necesaria una reconstrucción radical de la identidad.

Pasar desapercibido no atiende sólo a las virtudes de ser bendecido por la selectividad del silencio, sino también al derecho a no tener que dejar cada giro plasmado en los tablones de anuncios. A la posibilidad que a nadie se le debería negar de huir de sí mismo. Con vistas al futuro próximo.

Resulta difícil cambiar de opinión cuando todo lo anterior está registrado al detalle. Hace falta forjar el carácter de Bill Murray para soportar el peso de tu propia galería de imágenes.

Los niños de las nuevas generaciones están matriculados tanto en la vida académica como en las redes sociales, fraguándose desde la infancia un nuevo canal de existencia. Con sus nombres reales. Conociendo la extraña esperanza, la aventura, la competitividad que ofrece internet. Metiendo la pata, dejando constancia de ello a través de esas larguísimas exposiciones. Teniendo que reinventarse a conciencia de cara al público fase tras fase, con una memoria reciente a las espaldas que te encadena como un tatuaje prematuro. Todos tus intentos fallidos persiguiéndote de una plataforma a otra.

 

LA HABITACIÓN IDEAL

Aquel que siga los parámetros de una red social acabará adentrándose en este círculo de ambiciosa exposición. Aquí residen sus fundamentos. Hay que construirse una personalidad, entendida más que nunca como máscara, y el momento de construirla es irremediablemente el de la inmadurez. Facebook y Twitter te arrojan a ese punto incipiente del desarrollo. La juventud es complicada de llevar, pero también se concibe como una etapa bonita y enriquecedora que más tarde se recuerda con melancolía. Nadie quiere renunciar a ella. Los hogares adultos de quienes nos hemos criado en mitad del bienestar se siguen pareciendo a aquellos santuarios.

Muchas de las casas que conozco son auténticos sueños hechos realidad. Pero no todos tienen tanta suerte, no todos cuentan con acceso a un entorno físico más o menos ideal. Para los necesitados, como siempre, internet tiene la solución. En el ámbito virtual no se repara en gastos, cualquiera tiene un presupuesto ilimitado y barra libre para colocar las chinchetas que le apetezca.

Desajustes de este tipo repercuten en una existencia abocada a la bipolaridad. Nos hemos hecho adictos a la habitación, a reafirmarnos a nosotros mismos decorándola con tenacidad. Porque las cosas no ocupan sitio. Porque son gratis.

 

EN AUSENCIA DE FEEDBACK

Y sin embargo queda un paralelismo lleno de encanto añejo. La ausencia de feedback, esa actividad particular que no ha calado en ningún lugar, empuja al sujeto a rellenar un cuestionario valiosísimo emparentado con el pasado. Aquel pasado en el que tu habitación no requería un contador de visitas porque te bastaban los dedos.

Este diminuto y conmovedor desengaño es capaz de corroer al usuario con preguntas cruciales que nunca surgirían bajo un chaparrón de adictivos likes. La carencia de beneplácito conduce a una de las experiencias filosóficas más interesantes y necesarias con las que puede toparse la edificación que se está tratando de erigir. Un post de poco tránsito es una pared que no conduce a ningún exterior. Un cuarto oscuro, sin ventanas, en el interior de una ruidosa nave industrial.

Elisa Victoria

Elisa Victoria (Sevilla, 1985), creadora del magazine cultural Ardemag, teclista en A German Brunette y colaboradora en varias publicaciones bonitas de pequeña tirada, es autora del libro Porn & Pains con el sello Esto no es Berlín Ediciones. En 1992 se rompió la paleta izquierda jugando al pollito inglés.