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Los putos gatos

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Hace cosa de un año, cuando llevábamos poco tiempo mudados y gozábamos de una oleada de temperatura tropical, empezamos a oír el lejano e insistente lamento de un gatito. Como habían pasado ya más de veinte minutos y el maullido persistía, nos quedamos callados y escuchamos con atención. “Oye, ¿ésa no es la voz del Cheto?”, nos preguntamos de repente, y corrimos a asomarnos a la calle, donde nuestro Cheto llevaba en efecto un rato llorando con un colmillo roto en la puerta de la casa. Se había caído por la ventana, mi pesadilla urbana por excelencia. Pero no había pasado nada. Lo recogimos, lo arrullamos y le curamos las pequeñas heridas. La calle es extremadamente tranquila. No sé si os podéis imaginar cuánto.

Tal como me pongo a escribir viene otro gato a acostarse encima obligándome a retorcer los brazos de forma cómica y un tanto dolorosa. No me quejo, es un honor para mí. Incluso si volvió a casa hace tres días con el pelaje relleno de hierbajos y bichos. Qué puedo hacer. Lo desparasito, lo cepillo, aguanto que me clave las uñas porque eso significa que está contento. En su juventud fue un gato callejero para más tarde convertirse en casero, de los de clausura. Ahora tiene este hogar pero también sale de paseo cuando hace buen tiempo. A veces se mete en problemas. Todos se meten a veces en problemas porque a todos se les ha otorgado cierta franja de libertad. Tardan en venir y me desespero como una madre en vela, haciendo guardia el viernes a las tres de la mañana. Son cinco en total. Se escapan, se suben a sitios de los que luego no saben bajar, se pelean, se ensucian. Me hacen pasar angustia. Pero ya no tengo pesadillas en las que se caen por la ventana y son atropellados. Porque no pasa nada.

La mayor parte del trajín del vecindario está protagonizado precisamente por ellos. En los alrededores viven bastantes más gatos que humanos, así que su vida está muy ambientada. La nuestra también. Chillan como locos y conocemos a la perfección sus timbres, somos capaces de reconocer a los vecinos sólo con oírlos charlar. Desde la terraza avistamos fraternidades felinas, romances, embarazos, alumbramientos, saltos mortales, pipí y caca, cambios de humor, cacerías, siestas en pandilla, violencia extrema. Una gran porción de cada día está dedicada a vigilar estos movimientos. No nos podemos despistar, cuando los putos gatos van a lo suyo surgen multitud de imprevistos.

La semana pasada estábamos en el sofá y de repente escuchamos mucho ajetreo. Maullidos, golpes, una caída aparatosa sobre la hierba. Salimos corriendo y nuestra gata más cursi, la que veis en la foto, se había peleado con un gordo gris precioso de muy mala leche que va por ahí caneando a diestro y siniestro. Había caído desde el tejado y al recuperarla traía una uña del revés, mirando hacia arriba. Estaba incómoda, dolorida y un poco coja. Al principio no sabíamos qué hacer con ella más que mordernos los labios de grima y dar vueltas a su alrededor. De repente, se agarró la uña doblada con sus propios dientes y, sabiendo que se había convertido en un elemento dañado e inútil, la arrancó de cuajo y la escupió a su lado cubierta de sangre. El veterinario le sacó más tarde varias astillas de la pata. Algo no muy grave pero sí bastante desagradable. Se podía haber infectado y causarle un sufrimiento horrible. Hemos guardado la uña en memoria de su admirable vigor. Os contaré si le crece una nueva o no, el misterio que nos tiene en vilo.

Poco después una pulga se dejó ver navegando sobre un vientre pálido. Fijándonos mejor descubrimos que todos llevaban alguna encima. Esos parásitos también nos pican a nosotros y si no estás pendiente te comen la casa. En el campo no se puede escatimar en insecticida, ya se sabe. No reinó el pánico porque total, me he tirado de los pelos otras veces y no ha servido de nada, pero sí he tenido varios sueños espantosos al respecto. Todavía no doy por zanjado el asunto. Daos cuenta, ni siquiera ha empezado el verano. De pensarlo me pica el cuerpo entero. Pero si hay que elegir entre el terror de las pulgas y el de la vorágine del tráfico, supongo que me entendéis.

La sobreprotección otorga una gran tranquilidad. El contrapunto es que no conoces realmente al animal ni permites que él se conozca a sí mismo. Antes de mudarnos no habíamos visto a ninguno de cacería. Me pongo enferma cuando atrapan un pájaro porque son sádicos hasta la náusea y los marean hasta que ya no queda más agonía que prolongar. Entonces, si nadie ha estado al quite, nos dejan esa ofrenda de sangre y plumas en la cama, un sacrificio oscuro. Otras veces se lo comen triturando los huesos como leones. Incluso el cráneo. No dejan nada.

Ser una tutora permisiva entraña un sinvivir. Aun así creo que mis gatos se lo están pasando mejor que nunca y eso es lo que cuenta. Hay quien se ofende si oye hablar de las bestias como si fuesen la propiedad de un dueño. No me refiero a eso. Los gatos no son mi propiedad, son mis amigos, mi familia. Son míos del mismo modo que yo soy la niña de mi madre, igual que mi madre es mía. Mi madre también las ha pasado canutas esperando mi regreso al amanecer, pero sabía que no quedaba otra. Hola, mamá. Gracias por quedarte cuidando de la pandilla mientras estamos de viaje. No te preocupes que ya me he hecho mayor y en el extranjero sólo voy buscando amistad, confort y sabores exóticos. Sé que a veces yo también me enredo en la buganvilla y no te hago caso, pero cuando estamos lejos me acuerdo de ti a todas horas. Te quiero mucho.

 

Fotografías de Joaquín León